Un libro lleno de enseñanza, Amor e integración del aspecto femenino en el trabajo de ascensión y de transformación.
Siempre nos han mostrado la relación de Jesús con sus discípulos, pero y ¿con las mujeres que más cerca de él estaban y que ocupaban un lugar clave en su enseñanza?
Espero que lo disfrutéis como yo lo he disfrutado...
El libro de Myriam
Capítulo IX
Entre Migdel y Cana
El día ha pasado volando; creo que para mis compañeras también.
Estábamos tan ebrias de cansancio y de emociones esta mañana, que ni siquiera
hemos tenido fuerzas para subir hasta nuestra pequeña cabaña encaramada sobre
el agua.
Jacobea y yo conocemos un refugio en el que los pescadores almacenan sus
redes y algunas herramientas. Se encuentra en la arena, entre los espinos, a unos
pasos de donde hemos hecho nuestras hogueras. Nuestras piernas no nos han
llevado más allá.
Tan pronto como nos encontramos bajo su techo, nos echamos entre las cuerdas
y las viejas telas que siempre había por medio. Era el mejor refugio que
podíamos esperar para abandonarnos al sueño y retomar algo de fuerzas...
Y si los pescadores venían, bueno, comprenderían y seguirían su camino.
He dormido como un niño sin problema alguno. Los huecos de la arena bajo
mi hombro y mi cabeza me han parecido tan acogedores como lo eran en otro
tiempo los brazos y el cuello de mi madre.
Recuerdo únicamente los rayos de sol que venían a veces a acariciar mi
rostro y a ofrecerle un suave calor entre dos abismos de inconsciencia.
Hace un momento, cuando sentí a Myriam y a Jacobea moviéndose a mi lado,
conseguí finalmente incorporarme sobre los codos y poner orden en mis
pensamientos.
El sol estaba ya muy bajo en el horizonte y el cielo enrojecía
intensamente. A fuerza de evocar el pasado, nuestros días se han convertido en
noches...
Un olor me empujó a levantarme un poco más mientras mis hermanas exclamaban
a su vez.
Dos mujeres del pueblo estaban asándonos un poco de pescado fuera de
nuestro refugio. Nos miraban riendo discretamente.
Así es como el día comenzó para nosotras... bajo el sol poniente y con
la comida que nuestros cuerpos necesitaban.
Bromeamos con las mujeres acerca de mil de cosas de la vida. Hablamos
alto, contrariamente a lo que es costumbre en nosotras y lo hacíamos como si
estuviésemos bajo el efecto de una misteriosa embriaguez. Estoy segura de que
lo entendían, ellas que desde el principio, cuando llegamos a esta orilla, se
mostraron siempre tan abiertas a las palabras de Jeshua y los cientos de
relatos de nuestra vida a su lado.
Después, cuando acabamos nuestra comida y el manto de la noche nos
envolvió de nuevo, me pregunté si Myriam iba a sumergirnos en sus recuerdos.
Por un instante, mi mirada se cruzó la de Jacobea. Estoy convencida de que
compartía la misma pregunta que yo.
Cuando las mujeres de los pescadores nos dejaron, un largo silencio se
instaló entre nosotras tres, una especie de respiración que, sin ninguna duda, reclamábamos
en secreto.
Quise rezar para prolongar la quietud del instante y tal vez también
para preparar mi alma a lo que se avecinaba.
De repente, sacudiéndose el cabello, Myriam nos dijo:
- “¿Qué tal si dormimos aún un poco más...? Cuando un cuerpo se ha
hartado de comer y y se encuentra somnoliento, no se abren a lo mejor de la
vida. ¿Tenemos tanta prisa por terminar? Por mi parte, me gustaría que estas
horas se estirasen y no querría que no las viviéramos con plena consciencia.
Descansemos un poco más, ¿queréis? Dejemos que el momento justo llegue por sí
mismo”.
Ni Jacobea ni yo protestamos. Desde el principio, hemos comprendido la
rareza del perfume que hemos decidido ofrecernos mutuamente. Es un vapor de
alma que tenemos que saber recoger con la lucidez, la lentitud y el respeto
necesarios.
Así que nos abandonamos de nuevo al confort de las cuerdas, de las telas
y de la arena sin pensar en otra cosa que no fuese la gracia que nos permitía
encontrarnos así. Dejamos que la noche se desplegara suavemente sobre
nosotras...
Y después... Me he despertado hace unos instantes, espontáneamente, con
la mente clara y por fin saciada de sueño. He abierto los ojos, he adivinado la
claridad de la luna y he oído a mis dos hermanas murmurar...
- “¿Shlomit? ¿Estás despierta?”
- “Shlomit...”
Me incorporo sin esfuerzo, lo suficiente para descubrir sus siluetas
sentadas a la entrada de nuestro refugio, con la espalda apoyada en los frágiles
troncos que soportan el techo del mismo.
- “Sí -digo casi sin pensar- Sí, estoy aquí...”
Sé que es la hora, que todo está ahí, listo para brotar de la memoria y
del corazón de Myriam. Lentamente, me deslizo hasta mis hermanas de alma y me
siento al lado suyo. En un impulso espontáneo, nuestras manos se unen. Las mías
están heladas. Sin embargo... ¡siento tal fuego de alegría que sube en mi
centro! Myriam también lleva el fuego en ella más que nunca. No hay necesidad
alguna de suplicarla para que comience su relato.
- “Cuando vi a Jeshua por primera vez, al igual que vosotras, la única
idea que tenía de Él era la de un primo lejano. Mi padre adoptivo, Joseph¹, me
había hablado algunas veces de Él de forma enigmática, contándome solamente que
era muy sabio y que, para avanzar en sabiduría, se había ido, siendo todavía
muy joven, a hacer un largo viaje hacia el este.
Casi no guardaba recuerdo alguno de él. ¡Habían pasado tantas cosas! En
primer lugar mi desgraciado matrimonio con Saúl², más adelante el hijo que tuve
con él, Marcus, y finalmente mi huida desesperada de su casa que se había
vuelto insoportable para mí.
Conocéis mi naturaleza más bien rebelde... ¿Cómo hubiera podido pasar mi
existencia bajo el techo de un hombre con tendencias violentas, al que le
gustaba el vino más de lo debido y que estaba fascinado por el poder?
Cuando me fugué de casa de Saúl, en Jerusalén, sabía lo que arriesgaba.
Herido en su orgullo no dudaría acusarme de ser una mujer adúltera, incluso una
prostituta.
Estaba desesperada e igualmente asustada, y le dejé a mi hijo, todavía
niño, con el fin de no desencadenar demasiado su cólera.
Primero me refugié en casa mi padre, que como sabéis era un hombre muy
respetado, más tarde, en la pequeña casa que poseía en Migdel. Fueron
necesarios varios años para que consiguiese persuadir a Saúl de que me confiase
a nuestro hijo Marcus. En realidad, creo que este último le pesaba más que otra
cosa. Ante todo, su pasión eran sus “negocios”, como él decía, con los Romanos.
Este episodio doloroso de mi vida me dejó durante mucho tiempo en un
estado de rebeldía frente a los hombres. Saúl y sus excesos se habían
convertido para mí en el símbolo del género masculino en su totalidad. Por
supuesto, era consciente de mi propio exceso en esta actitud pero había una
cólera dentro mí que no conseguía calmar.
Fue el trabajo de las plantas y de las hierbas el que poco a poco ayudó
a mi alma a recobrar mi centro. Por suerte La casa de Migdel tenía un pequeño
jardín rodeado de un pequeño muro de piedras. Cuando comencé a vivir allí, vivía
en ella una anciana que era pariente de Joseph. Pertenecía a la Fraternidad³ y
durante mucho tiempo había vivido en uno de sus pueblos. Allí es donde había
aprendido los viejos secretos de las plantas y de los ungüentos. Cuando partió
para unirse con el Eterno, ya me había transmitido sus conocimientos y su saber
hacer. Al margen de todo, señalada con el dedo por unos cuantos, rehíce mi vida
partir de ahí.
Os confieso, amigas mías, que ya no rezaba casi nunca. La dureza de este
mundo y de la trampa en la que había caído me había convertido en algo parecido
a esos espinos que encontramos por todas partes en nuestros campos. En el mejor
de los casos, me podía parecer a un cardo debido a su flor malva que debía
parecerse al pequeño trozo de alma que, a pesar de todo, se había quedado
escondido en alguna parte dentro de mí.
Todo cambió un día, durante una visita que hice a José en su bella residencia
de Jerusalén. Al franquear el umbral de su jardín interior, percibí inmediatamente
la silueta de un hombre de gran estatura que conversaba con él. Quise retirarme
para no molestarles pero mi padre inmediatamente me hizo señas para que
avanzara. El hombre se dio la vuelta... como habréis adivinado, era Jeshua.
Os lo aseguro... Tuve un shock. No es que Le encontrara especialmente
guapo sino que fue debido a la intensidad de su mirada.
La mirada que posó en mí en ese instante era a la vez dulce y penetrante.
No pude soportarla... bajé la cabeza y luego me incliné para saludarle
esperando poder irme acto seguido. Mi padre me disuadió de hacerlo y aquel
hombre insistió para que me quedase. Me aseguró que su tío José acababa de
hablarle de mí... ¡Decididamente no podía dar media vuelta!
Entonces mi padre puso su mano derecha en su corazón y me presentó de
manera solemne a Jeshua, ese pariente tan especial del que ya me había hablado
y que ahora se había convertido en Rabí.
Y después ¿Qué deciros? ¿Qué Jeshua me fascinó y que Le volví a ver
muchas veces durante mi estancia en Jerusalén? Sí, por supuesto... pero ni
siquiera la palabra “fascinó” sería la
adecuada. En la fascinación hay a menudo una parte de seducción... Ahora bien,
no estaba seducida; estaba... cautiva, casi como “tomado” en lo más profundo de
mi ser.
No solamente estaba convencida de conocer a Jeshua desde siempre, sino
que inmediatamente supe que era Él era el viraje de mi vida. No tenía nada que ver con un
sentimiento amoroso; esta certeza venía de una especie de soplo o de bofetada
sagrada.
De hecho no podía hacer otra cosa que encontrarme con Jeshua pues,
inevitablemente, los dos nos alojábamos en casa de José.
Recuerdo que al principio me dirigía muy poco la palabra. Era más bien
yo la que sentía la repentina necesidad de expresarme como por miedo a un
silencio entre nosotros. Así que le hice miles de preguntas acerca de sus
viajes. Respondía de manera bastante breve y con una suavidad en la voz que no
dejaba de impresionarme.
Desde nuestro segundo encuentro, sentí la irresistible necesidad de
tocarle los pies, no porque fuese Rabí sino porque ya había comprendido que Él
no era como todos nosotros, que irradiaba algo desconocido e
increíblemente puro. Me dejó que lo hiciera y creo que mi gesto duró mucho tiempo.
Para Él y para mí, aquel fue, una forma de pacto o de reconocimiento, no lo sé.
A menudo, cerrando los ojos, he revivido esos instantes y pienso que forman
parte de los más bellos de mi vida. Ni una palabra salió de nuestros labios, no
era necesario, un solo sonido lo habría empobrecido todo.
Cuando me incorporé, solamente me dijo:
- “Myriam... Existen tramos del camino que nos invitan, más que otros, a
caminar. ¿Reconoces el que ahora comienzo como si tal vez, también fuese el
tuyo?”
Sin ni siquiera reflexionar ni comprender todo lo que eso podía
significar, respondí un gran sí con la cabeza. Nos separamos ahí hasta la hora
de la cena.
No quiso que yo comiese a parte, como prescribía oficialmente la
costumbre¹. Esa fue su manera de recordarnos su pertenencia de corazón a nuestra
Comunidad. Yo casi estaba enfadada, pues no podía evitar constantemente su
mirada ni disimular mi turbación.
Los días que siguieron no cesaron igualmente de asombrarme. En un
principio me había imaginado que era un Rabí algo solitario, sin embargo, resultó
estar rodeado de un gran número de personas llenas de veneración por Él. La
mayoría de las veces, Le esperaban en la esquina de la callejuela en la que
José tenía su casa.
Una mañana en la que atravesaba el umbral al mismo tiempo que Él para
dirigirme al mercado, Jeshua me preguntó de repente si quería unirme a ellos.
- “Rabí -dije- necesito llenar esta calabaza con algunas verduras...”
- “Myriam, dime -me respondió con ese aire grave y a veces un poco burlón
que todas Le hemos conocido- Myriam... ¿solo tienes hambre de verduras? Me
parece que reclamas una comida un poco más consecuente ¿no crees?”
Hice como que no comprendía, mientras echaba un rápido vistazo en
dirección a aquellos que Le esperaban algo más lejos. A juzgar por las
apariencias, pertenecían al pueblo llano, aunque algunos llevaban atuendos de
calidad.
- “Se vive bien en casa de José, continuó... pero ¿es esa la vida que
quieres vivir? El propio José aspira a otra cosa... Eres de aquellas y aquellos
que buscan un alimento del que nunca están saciados. Reconócelo...”
Esas pocas palabras, que en aquel momento me parecieron un poco
sentenciosas, marcaron el verdadero comienzo de todo. Sin protestar y sin
entrar en razones, seguí a Jeshua hasta el final de la callejuela y me uní a
los que Le esperaban.
A buen ritmo, pasamos una puerta y salimos de la ciudad para sentarnos
finalmente en un lugar frente a las áridas montañas. Fue allí donde por primera
vez oí a Jeshua enseñar.
Debo deciros, hermanas, que no recuerdo lo que dijo. Sus palabras no
entraron en mí a través de mis oídos para fijarse en mi memoria. Habitaron mi
carne desde el primer instante. Así fue como las absorbí... con algo de
mí que hasta entonces ignoraba que existiese.
Fue una revelación total. ¿Quién era ese hombre que hablaba del Eterno
como de su padre y que daba a las palabras otro color diferente del que
conocíamos? ¡No era un Rabí!
Unas horas más tarde, volví a casa de José llorando y con la calabaza
vacía. Estaba conmocionada por lo que me había penetrado. No era solo mi alma
la que se mostraba tocada, también mi cuerpo estaba como febril. Mi padre no
hizo preguntas. Siempre fue discreto y estaba lleno de sabiduría. Hoy pienso
que ya veía que las cosas se estaban llevando a cabo.
Esa estancia en Jerusalén duró varias semanas. A través de no sé qué misterio,
cada día nos acercaba un poco más a Jeshua y a mí.
Por más que intentaba no seguirle a todas partes para recoger las
fulminantes palabras de paz que sembraba a su paso, todo ocurría de tal manera
que hacía que nos encontráramos, incluso en el exterior de la casa donde nos
alojábamos.
Por más que me repetía que tenía que volver a Migdel para reunirme con
mi hijo Marcus que aprendía el oficio de la pesca con algunos jóvenes de su
edad, no conseguía decidirme. Sí, tal como os acabo de decir, la paz de Jeshua
era fulminante. Era... todo aquello que había esperado tanto y que nunca tuve
conciencia... Rebeldía y dulzura, espada y compasión... ¡lo Humano unido a lo
Divino!
Una tarde, en el pequeño jardín de mi padre, nos encontramos de manera
casual los dos solos y Jeshua me hizo la misma pregunta que la que había
marcado nuestro segundo encuentro: “¿Reconoces, Myriam, el camino que comienzo
como si tal vez fuese también el tuyo?”
Recuerdo haber bajado los ojos. Me debí sonrojar ¿Qué debía responder?
No tuve que articular la más mínima palabra. Jeshua se inclinó hacia mí y
depositó un ligero beso en cada uno de mis párpados. Después me cogió la mano y
pudimos hablarnos... hablarnos del camino que se abría, del camino a tomar y de
lo que eventualmente iba a significar, para Él, para mí, para nosotros.
Reconozco que no medí en absoluto el desafío que aquello iba a
representar. En la ternura que me ofrecía, solo veía una suprema bendición. No
sospechaba que, bajo el velo de su gracia, se disimulaba el mayor combate que
un ser pueda librar, el de la Infinita Luz frente a las pulsiones de la
Separación.
Jacobea, Salomé, vosotras también lo habéis vivido a vuestra manera...
Cuando nos acercamos “demasiado” a un Portador de Luz, encendemos
instantáneamente el fuego de la adversidad, llamamos irremediablemente a las
iniciaciones más difíciles, aquellas que enriquecen el alma para siempre pero
que también saben consumir el cuerpo para obligarlo a renacer en verdad.
Cuando dije que sí a Jeshua para tomar su camino, solo era una mujer
orgullosa y rebelde, inconsciente del látigo de la Vida que iba a restallar
detrás de cada uno de sus pasos. De este modo, unos meses más tarde, tuvo lugar
nuestras bodas en Cana.
Contrariamente a lo que tal vez pensáis, aquellos meses no fueron
fáciles. Tuve miedo... Regresé a Migdel por mi hijo. Intenté volver a empezar a
rezar según los consejos que Jeshua me había dado pues era necesario que fuese
la esposa digna de un Rabí... sin embargo, era la tormenta la que se instalaba
en mí.
¿Qué iba a hacer? Ese hombre, al que parecía estar destinada, casi me
asustaba debido a su diferencia. Todavía me sentía manchada e indigna debido a
mi vieja ruptura con Saúl. Éste había encontrado personas tan generosas para
gritarme que sería deshonrada para siempre, que mi alma, a pesar de su fuerza,
conservaba silenciosas cicatrices por ello. Y estas cicatrices me impedían
aferrarme a las oraciones de mi infancia, las de nuestro pueblo.
Jeshua me había aconsejado que olvidara todas las palabras aprendidas y
que simplemente pusiera mi corazón al desnudo... pero ¿qué quería decir poner el
corazón al desnudo? ¡Había sido necesario que lo rodease de una coraza tan
grande para poder continuar respirando durante todos esos años! Si me
desprendía de ella, ¿qué iba a descubrir? Tal vez una mujer que, finalmente, ya
no creía en gran cosa. ¡Dejar mi corazón al desnudo! ¿Con quién iba a casarme
exactamente? ¿Por fin con un verdadero marido o con un extraño Rabí? ¡Todo
había ocurrido tan deprisa!
Arrodillada frente a mis hierbas y plantas, llegué a dudar de las horas
milagrosas que había vivido junto a Jeshua. Había generado un torbellino dentro
de mí y alrededor de mí, ¿Qué había removido ese torbellino para conmocionarme
de esa manera y tan deprisa?
Intenté poner el corazón al desnudo... como lo hacen a veces todos
aquellos que están algo perdidos en sus vidas por cargar con un peso sobre sus
hombros y por haber huido demasiado de la maldad.
Un día en el que todavía tenía dudas, vi a Jeshua presentarse en el
umbral de mi puerta. Su visita era imprevista e imprevisible. Mi primer reflejo
fue el de ofrecerle un rostro muy seguro y digno pero, al instante después, me
encontré a sus pies con la frente contra el suelo. Era superior a mí,
infinitamente más que el orgullo que siempre había mostrado.
- “¿Pasabas por aquí, Rabí?”
- “Pasaba por tu casa...”
Nuestra conversación comenzó de forma muy anodina luego, de repente,
Jeshua situó frente a mí y tuve la sensación de que nos habíamos separado el
día de antes. Las palabras que me dirigió entonces son de las que no se pueden
olvidar. Eran especialmente intensas.
- “Entonces ¿A qué se debe tu miedo, Myriam? Si piensas que yo soy la
causa, te equivocas, pues en realidad me reconoces. Te aseguro que tu miedo
viene de lo que todavía no te reconoces a ti misma. Tienes que saber que ese
miedo no es tuyo solamente. Es el de todo humano cuando le llega la hora de
confesar su parentesco con el Eterno. Puedes estar segura que hoy, es el Muy Alto
el que llama a tu puerta...
De aquí a una luna, seré tu esposo. No para que me laves los pies ni
para que me prepares la comida. No para reconfortar mi carne sino para
reconciliar tu alma en lucha contra ella misma.
Así Myriam, no es tu cuerpo lo que he venido a buscar sino tu alma
detrás de tu carne y tu espíritu detrás de tu alma.
Así que ¿por qué tienes que tener miedo? Mi Padre busca una mujer para
convertirse en la Mujer porque Él necesita una copa para recoger Su semilla
de consolación en este mundo.
Se ha enseñado a este pueblo que el hombre fue creado antes que la
mujer... pero si te digo que la mujer vio el día antes que el hombre, ¿me
creerías? Si te digo que es mi Madre, que forma uno solo con mi Padre, la
matriz de todo, ¿me creerías también?
Podrías creerme, pues desde toda la eternidad, el agua es tanto como el
fuego y la tierra tanto como el aire. No obstante, no te enseñaré esto pues mi
Padre, que es también mi Madre, son indisolubles, proceden el uno del otro.
Así, compréndeme, el hombre y la mujer se han
inventado el uno al otro. Casándome contigo me caso conmigo mismo y casándote
tú conmigo tú también te casas contigo misma. Finalmente te reconoces.
He venido para hablarte del sentido de nuestra unión y resucitar en ti
la Admiración por ella. Con esta unión, se te pedirá que seas todas las mujeres
de este mundo. En espíritu, te enseñaré a tocar a mi Madre, que es también mi
Padre, pues sabrás que todas las mujeres son un poco de mi Madre esparcida a
través de Su Creación.
Con nuestra unión, sabrás que todos los hombres están en mí y que son un
poco de mi Padre que intenta Reunirse en el corazón de Su expansión”.
Como podéis imaginar, hermanas, me quedé totalmente silenciosa frente a
esas palabras. De forma sorprendente, ignorante como era todavía de los
misterios del Muy Alto, tuve la sensación de comprenderlas íntimamente, de
captar la esencia, la sustancia profunda y todo lo que ellas implicaban.
¡Menos mal que no se me pidió que tradujese lo que había comprendido!
Hubiera sido totalmente incapaz, yo que apenas sabía leer dos palabras y trazar
las letras de mi nombre en la arena.
Solo puedo decir simplemente que lo comprendía... sin penetrar en el
sentido exacto de las palabras utilizadas. Supe el por qué más tarde... Cada
palabra justa que unimos con precisión a otra palabra justa, hace nacer al
contacto con esta una sutil melodía que nuestra inteligencia ordinaria no puede
alcanzar, pero que algo¹ en nuestra alma, consigue recoger en el momento
en que la pureza la habita.
- “Lo entiendo, Maestro, lo entiendo -dije-...”
Me sonrió y cogió delicadamente mis muñecas y las miró como si hubiera algo
en ellas por descifrar.
Busqué entonces sus ojos y quise reponerme:
- “Comprendo, Rabouni... mi Rabouni²...”
Colocó su frente contra la mía y continuó:
- “El Amor está enfermo sobre esta Tierra... Tienes que saber esto antes
que cualquier otra cosa: Si he venido a este mundo, es para restaurarlo. Sin
embargo no creas que solo estoy aquí para restaurar el Amor entre la raza de
los hombres y el Eterno. Estoy aquí también para sanarlo entre el hombre y la
mujer. Esta es, en su plenitud, la razón esencial de nuestro matrimonio. No son
Jeshua y Myriam los que se unen, pues tanto uno como otro no son más que
máscaras. Es el Señor Todo Poderoso y Su Creación los que se disponen a mirarse
a los ojos con el fin de renovar su Pacto en el Infinito.
Que por fin se diga que el hombre y la mujer ya no se dominan mutuamente
sino que se reconocen como el Cielo y la Tierra, indispensables el uno para el
otro, a imagen del Sin Nombre y de Su Creación...
Amada mía... hemos venido a escribir esta verdad con el fin de trazar en
lo Invisible el Núcleo de la Reconciliación. ¿Puedes concebirlo?
En verdad, cuando nos casemos, mi Padre te enseñará a través de mí el
Soplo que propulsa la carne hacia el Espíritu. Te enseñará la belleza y la
grandeza de la Tierra en ti, así como en todas las mujeres, revelándote el arte
de invitar y de acoger la respiración del Cielo. Es el Arte de entre las artes,
el que diviniza porque pone fin a la Separación.
El Arte de Amar, Myriam, no solo se expresa en los Templos de piedra. Demasiado
a menudo, lo anclamos en ellos a través de la salmodia sin alma de las Palabras
que sin embargo son sagradas.
Se ha dicho igualmente, que se practicará entre el hombre y la mujer en
le Templo de su unión y que de esta manera los dos podrán elevarse.
He venido a recordarte, y a recordaros a todos en este mundo, que cada
uno es a la vez templo y sacerdote, lapislázuli y arcilla. Yo no soy nada más
que el Reconciliador, la escalera que se ofrece para unirlo todo. Valora esta
verdad...
Si con estas palabras he aumentado tu miedo, todavía puedes decir no. La
libertad es el sello con el que tu alma está marcada. Es a la Liberada a la que
hablo, Myriam...”
Creo, amigas mías, no haber dicho ni sí ni no... No tenía importancia.
Por toda respuesta, mi frente se apoyó con mayor fuerza contra su frente como
si las arrugas nacientes de mi carne intentasen acoger las suyas entre sus
líneas.
Me dije entonces que mientras tuviese fuerzas, Jeshua y yo no
conoceríamos más que un solo camino.
Antes de dejar mi morada unos instantes más tarde, Jeshua me pidió que
Le llevase allí donde yo tenía costumbre de cocer mis tortas de pan. Entonces
le llevé a la parte trasera de la casa. Allí había un viejo horno de barro
seco. “Es este, Rabouni...” Dije.
En el hueco de mi horno quedaban un montón de cenizas de mis últimas
cocciones. Las tendría que haber quitado hace tiempo. Tuve un poco de
vergüenza... Antes de que tuviese tiempo de pronunciar la más mínima palabra,
Jeshua hundió la mano mientras realizaba un pequeño movimiento circular con la
misma. Entonces la sacó suavemente, sujetando con el borde de los dedos lo que
parecía ser un pedazo de tela. Realicé una exclamación... pero Jeshua continuó
su gesto y el pequeño pedazo de tela que había entrevisto emerger de la ceniza,
resultó ser un gran velo blanco...
En cuanto Jeshua lo sacó totalmente del horno en un amplio y ligero movimiento,
lo colocó sobre un de mis hombros. Seguidamente palpé el tejido... era el más
bello lino que había visto nunca, finamente tejido y sin la menor mancha de
tierra o de ceniza.
Estaba completamente atónita y no encontré las palabras suficientemente precisas.
Balbuceé, di gracias con mil torpezas... Él, casi reía...
Fue el primer prodigio que Le vi realizar. Fue su manera de subrayar la
confirmación del pacto de nuestras almas.
Como os podéis imaginar, todavía tengo el velo. ¡Por supuesto está
usado! Después de haberlo llevado tanto, lo guardo ahora con cuidado en el
fondo de mis alforjas.
Cuando Jeshua se fue ese día, me di cuenta de que unos hombres le habían
esperado tranquilamente durante todo ese tiempo a la sombra de los eucaliptos
que crecían en el borde del camino, detrás del pequeño muro de mi jardín... Eran
los mismos hombres que en Jerusalén e igualmente había algunas mujeres. Sentado
en el suelo, Marcus, mi hijo, conversaba con ellos. Eso me gustó... Me parecía
que el orden del mundo cambiaba y que una armonía nueva se instalaba.
Más adelante vino el día de nuestras bodas en Cana, en Galilea, allí
donde nuestra familia poseía una propiedad antigua pero lo suficientemente grande
para poder acoger a la mayor parte de los invitados. Fueron unas bodas sencillas
en las que cada invitado estaba en su justo lugar. Allí fue donde verdaderamente
y por primera vez conocí a aquellos que ya no se separaron nunca de Jeshua.
Sobre todo Eliazar que había insistido para dirigir el desarrollo de las
festividades.
La ceremonia en sí se imprimió muy poco en mi memoria. La viví en una
especie de bruma, cubierta de velos y de perlas pero incapaz de darme cuenta
plenamente de lo que ocurría.
Cuando pienso en todos los días que ocuparon las bodas, guardo sobre
todo en la memoria el torbellino de alegría en el que estuvieron envueltas.
Este me sorprendió y desconcertó. Durante las semanas que precedieron, a menudo
me había dicho que casarse con un rabí debía de ser muy diferente de casarse
con otro hombre. Había imaginado una mayor austeridad. Era también lo que me
habían dado a entender José y algunos miembros de nuestra Comunidad.
Pero conocéis al Maestro... La alegría ocupaba un lugar importante en lo
que estaba decidido a enseñarnos.
Fue en ese momento cuando comencé a darme cuenta, de hecho, al igual que
muchos otros. Jeshua bailó y cantó con los invitados... Hasta bromeó.
En mi rincón, bajo mis velos, rápidamente vi que algunos se sentían mal
por ello. Por supuesto, eran aquellos, que ya Le habían encasillado en un papel
que creían poder decidir en su lugar. El papel de un maestro entre otros
muchos, el de un sabio en otros muchos, perfectamente acorde a lo que se dice
que hay que ser en esos casos...
Esa fue la razón por la que en un momento dado, se levantó. Tampoco se
le habían escapado algunas conversaciones aisladas y las miradas contrariadas
que algunos le dirigían. Me acuerdo de lo esencial de las palabras que
pronunció entonces, pues modificaron el color de los festejos.
- “Amigos míos... En el país de las altas cimas en el que he vivido
durante algunos años antes de regresar aquí¹, encontré un día a un anciano.
Este me contó su historia...
Desde su más tierna juventud había soñado con una cosa: convertirse en un
sabio. Para ello, primero se dijo a sí mismo que era absolutamente necesario
que fuera erudito. Así que buscó los profesores más doctos, les escuchó, retuvo
las lecciones y efectivamente se volvió muy erudito...
Pero viendo que su saber no bastaba para procurarle la sabiduría, buscó
las mejores maneras de controlar su cuerpo, de rezar y de meditar. Para ello
frecuentó a los maestros de mayor renombre y se impuso, según sus consejos, las
disciplinas más duras hasta casi dejar de comer con el fin de que su voz fuese
“más límpida y mejor percibida por el Eterno”. Además de ser erudito, se quedó
muy delgado hasta sentirse orgulloso de ello.
“Ya está... ahora me he convertido en un sabio” pensó entonces contando
el número creciente de discípulos que se agrupaban alrededor suyo. Estos
estaban fascinados por su ascetismo, por el rigor de sus palabras y... por sus
cabellos que se habían vuelto blancos.
Sin embargo, me contó que un día una gran tormenta estalló mientras
enseñaba. Se levantó con el fin de conducir a su asistencia hacia un lugar
resguardado pero, en un gesto torpe, se cayó en el barro destrozando su bella
túnica. Se puso tan furioso, que una blasfemia salió de su boca delante de
todos sus discípulos que estaban atónitos de ver a su modelo perder la
compostura.
- “No es tan grave, maestro -le dijeron algunos- Nosotros lavaremos esa
túnica e incluso te ofreceremos otra”.
Como el maestro no podía disimular su cólera y su vergüenza por no haber
podido conservar la dignidad que le parecía indispensable, sus discípulos
empezaron a verle de forma diferente y, uno tras otro, le dejaron.
Me contó que cuando se encontró solo se puso a llorar. La vida le había
colocado frente a sí mismo y lo que había tomado por sabiduría no era otra cosa
que ilusión, puesto que una simple tormenta le había mostrado como era. La
emprendió entonces con el Eterno, acusándole de su infortunio. Él, a quien le
había dado todo, ¿por qué le había hecho eso?
Tres días después, el Eterno le envió Su respuesta bajo la forma de un
joven con cabello largo y castaño que pasaba por allí.
- “¿Por qué lloras, anciano? preguntó este último.
El anciano le confió su cruel desengaño en el crepúsculo de su vida.
- “¿Eso es todo? -Respondió el joven- Déjame decirte... El remedio era
sencillo. Si te hubieses reído de tu caída e incluso de no haber podido
contener la blasfemia, tus discípulos estarían aquí todavía escuchándote, te
habrían respetado aún más.
Créeme, anciano, saber divertirse de mil cosas de la vida y de uno mismo
es una cualidad divina. Sin ella, las otras no valen gran cosa. Tú mismo eres
testigo; aquel que no ha hecho suyo el estandarte de la Alegría no puede
controlar nada en él realmente.
Antes de ser todo lo que pensamos que es, el
Eterno es Alegría. Es
de la Alegría de donde procede todo... porque ella es sencillez y
espontaneidad. También es Amor en estado puro, sin cálculo ni frontera. La
Alegría no es un saber, anciano, es la marca del Conocimiento, el signo de Lo
que une al Señor de toda vida.
Llámala, déjala venir, descúbrela, haz todo por abandonarte a ella y
encontrarás la sabiduría que tanto has buscado.
La gravedad a la que los hombres como tu se aferran, no es el carácter inicial
del Divino; no es más que el reflejo de este mundo”.
Atónito, aquel que había querido ser sabio le preguntó:
- “¿Tú quién eres para hablarme así? Tu joven edad no te permite darme
esta lección”.
- “¿Quién soy yo? Un joven con varios siglos de edad y que no cesa de
divertirse y de reír al contacto con el Mundo celeste¹. En la Alegría reside la
juventud eterna, en la Alegría toma raíces la sabiduría.
Nadie puede decidir conquistar la sabiduría aunque fuese el más
docto de los sacerdotes y jugase a ser un asceta. La sabiduría construye su
nido en aquel que ha dejado un espacio en él, aquel que no interpreta ningún
papel y no tiene ninguna otra pretensión que la de participar en la danza
alegre de la Vida”.
Cuando hubo pronunciado esas palabras, el joven pasó entonces lentamente
la mano sobre su rostro, revelando así, solo por un instante, el rostro
descarnado y momificado de un cadáver. Cuando recuperó su apariencia original,
simplemente añadió:
- “Has visto el aspecto que tendría si no hubiese invitado a la Alegría
en mi cuerpo y si no la respirase en este mismo momento. No lo olvides.
¡Deshazte de los disfraces de la sabiduría y vive!”
El joven siguió entonces su camino, dejando así al anciano con el más
bello de los secretos... Si os he contado esta historia, amigos míos, cambiando
Jeshua cambiando de tono, es porque yo también conocí a ese joven de largos y
oscuros cabellos. He visto la Verdad que vivía en él. Me dejó tocarla y la sentí;
ella me habló de mi Padre y desde entonces ya no me abandona, pues me ha
mostrado la verdadera juventud de mi corazón.
Os lo afirmo... la Alegría es la juventud de las almas antiguas.
Dejemos que se extienda allá donde queremos invitar al Divino”.
Como os he dicho, hermanas, los festejos adquirieron otro tono a partir
de ese instante.
Algunos dieron las gracias al Maestro por haber compartido su
Conocimiento mientras que otros tomaron la lección en silencio. Todos,
finalmente, quisieron elevar su copa en honor de la gracia que había descendido
sobre nosotros a través de las palabras ofrecidas.
Poco después nos dimos cuenta de que iba a faltar vino. Jeshua enseguida
dio instrucciones a Eliazar para que se llenasen con agua las vasijas que
normalmente estaban reservadas para las abluciones.
Discretamente, lo oí y lo vi todo... Mi esposo ni siquiera tuvo
necesidad de levantarse ni de tocar lo más mínimo la tierra de los recipientes
que había designado. Tan pronto como estos fueros llenados tal como había
dicho, el vino más fresco y más dorado que exista fue vertido en todos los
cántaros y copas que se servían.
Vi entonces a Meryem que sonreía con aire feliz a Eliazar, a mi padre José
que intentaba contener las lágrimas y a Marcus que seguía con la boca abierta.
Él también había oido lo que se había
dicho y lo que había pasado.
Os lo aseguro, en aquel momento los invitados no comprendieron lo que
acababa de producirse. Hubo que esperar al día siguiente, cuando el vino
parecía no agotarse nunca, para que todos diesen testimonio del prodigio de la
víspera y de la Luz que manifestaba el Maestro.
No sabría describiros el estado en el que estaba la misma noche de
nuestras bodas cuando me encontré a solas con Él. Jeshua era oficialmente mi
esposo y, para mí sobre todo, mí amado... Pero en verdad, más allá de la ley de
los hombres y del corazón, ¿Quién era Él exactamente? ¡Me parecía que yo
era tan pequeña, tan ignorante, tan orgullosa! Así que ¿por qué a mí? ¿Por qué
me había elegido?
Al mismo tiempo que estaba maravillada y subyugada por el hombre que
descubría cada vez más, sentía una forma de temor e incluso de miedo que
ascendía por mi vientre.
¿Cómo era posible que, yo que casi había olvidado cómo rezar durante
años, me encontrase allí con era de alguna manera una oración viviente? ¿Dónde
estaba mi mérito?
Estos pensamientos estaban tan presentes que, en cuanto la puerta de
nuestra habitación se cerró detrás nuestro, me sinceré con mi esposo. Este
empezó a reír.
- “¿Tu mérito? Myriam... no es así como hay que mirar las cosas en este
mundo. ¡Muchos méritos no son recompensados antes de que pase mucho tiempo y
muchas faltas tampoco son sancionadas antes de que pase mucho tiempo! Por tanto,
cambia tu mirada de lugar y observa lo que es, sin considerar ni pasado
ni futuro. Nuestro mundo es el de la Necesidad. Es en la Inteligencia del
Instante presente donde esta verdad puede comprenderse...”
- “¿Una necesidad? Lo que me estás diciendo me parece terrible,
Rabouni... Si la necesidad es el motivo que ha presidido nuestro encuentro
hasta conducirnos hoy a nuestra boda, ¿dónde está el amor? ¿Acaso el tuyo es
debido a una obligación sagrada? Me das miedo...”
Entonces Jeshua depositó en mí una mirada de tal ternura que no la
olvidaré jamás, hermanas. ¡Jamás!
- “Myriam... el Amor es la única necesidad que existe. Su inteligencia
lo ordena todo. Todo encuentro que es verdaderamente un encuentro, está escrito
por nuestras almas más allá del Tiempo. Por eso dicha inteligencia es
necesaria, inevitable y lleva el sello del Amor sin que haya necesidad de
buscar los méritos o las razones. Nosotros nos unimos de este modo...
Te pido que no des vueltas a estas palabras en tu cabeza; solo la
confianza en la exactitud del Vivo en el corazón de todas las cosas te hará
integrar la Verdad hasta en tu carne.
Mira de qué forma vive este mundo... Ríe o llora en función de lo que
estima que debe ser o no ser. Le preocupa poco lo que la equidad divina coloca
en su camino; le da igual la Sabiduría que preside su destino. Elige luchar a
cada instante por mantener su propio orden de cosas. Así es como sufre,
separándose de la amante necesidad de confiar infinitamente en la Fuente.
Confiar en la Voluntad del Padre de toda vida, en última instancia ¡este
es el verdadero desafío de este mundo, Myriam!
La única rebelión que merece el nombre de revolución es aquella librada contra
la Ruptura, pues lo que hace doblar la espalda de los hombres es su Separación respecto
a mi Padre.
La necesidad que impulsa al Amor a encarnarse es el verdadero
desafío y la revolución que he venido a buscar en ti. ¿Me comprendes?”
Comprendía... ¡pero seguía sintiéndome tan poco digna! En Migdel, el
Maestro me había dicho que lo que había venido a buscar en mí era a la Liberada.
¿Pero la liberada de qué? Es cierto que había vivido como una insumisa
desde mi huida de casa de Saúl, sin embargo esta pulsión de rebeldía solo se
había orientado contra las leyes de los hombres. Yo seguía teniendo mis miedos,
mis prejuicios, mis cóleras, mis viejos reflejos de supervivencia. Todo eso era
tan humano...
Por supuesto, esa tarde, esa noche, no le hablé a mi esposo de que me seguía
sintiendo indignidad.
A petición suya, nos sentamos el uno frente al otro en la pequeña
habitación de color tierra en la que íbamos a pasar nuestras primeras horas de
unión. En el suelo, habían sido colocadas numerosas alfombras de gruesa lana, y
en uno de sus muros había sido pintada con cal una gran estrella de ocho
puntas, la que siempre ha acompañado a nuestro pueblo. Parecía bailar a la cálida
luz de las lámparas de aceite que habían sido colocadas por todas partes.
Fuera, los cantos en honor a nuestras bodas continuaron se prolongaron
hasta bien entrada la noche, hasta mucho después de que la oscuridad hubiera cubierto
nuestro amor compartido.
Por la mañana temprano, el Maestro estaba ya levantado cuando mis
párpados consiguieron abrirse. Un bello rayo de sol se deslizaba por el marco
de la puerta. A través de su ranura, percibí su silueta de rodillas en el suelo
de la terraza que había en nuestra habitación. Oraba y dibujaba en la luz
pequeños gestos que yo desconocía”.
Myriam acaba de interrumpir su relato de manera repentina. Parece como
si necesitara recobrar su aliento. Le tomo la mano y Jacobea, por su parte,
aprieta fuerte la mía. Siento que formamos así una cadena abierta, una cadena
formada por tres eslabones.
¿Por qué estos eslabones han conseguido encontrarse de forma tan natural
sin que nada de lo que les ha forjado parezca haberse debilitado en el tiempo?
¿Qué ha sido de todos los demás? Eliazar, Judas, Simón, Tomás, Betsabé... Este
pensamiento no me abandona.
- “¡Vamos! -Exclama Myriam respirando de repente de manera ruidosa y a
pleno pulmón- Vamos... ¡no caigamos en la nostalgia! ¡Un poco más y hasta yo
misma hubiera caído en la trampa!
Mirad y escuchad amigas mías... podéis ver y sentir bien que Él está
aquí entre nosotras...
Si nuestras memorias están milagrosamente tan vivas es porque Él sopla
en el fuego de las mismas”.
- “Hermana... -murmura Jacobea, mientras endereza su espalda que acusa
el cansancio- Hermana... siempre hablas de “el Maestro” cuando te refieres a
Jeshua. Sin embargo, a partir de esa noche te convertiste en su esposa”.
- “Lo fui a partir de esa fecha, sí... pero lo fui de una manera
extraña. Lo fui como una sacerdotisa que se ofreciese al Divino. Quiero
decir... sin sentimiento de apropiación, sin deseo ni reflejo de posesión. Lo
contrario hubiera sido imposible con Jeshua, ¿comprendes, lo comprendéis? ¿Cómo
ofrecerse completamente al sol y decir al mismo tiempo “¡Me pertenece!”?
Me lo dijo y me lo repitió: a través de mí se casaba con todas las
mujeres. Esto puede pareceros inconcebible pero lo consiguió, porque lo que alcanzó
en mí, fue la Esencia o el Principio de la Mujer.
Al principio no pude hacer otra cosa que tener confianza tal como Él me
lo había pedido y después, poco a poco, aprendí a beber de la misma copa que
Él. Mi esposo se convirtió en el sacerdote que oficiaba en el
templo en el que Él me convertía a través de la naturaleza y el espacio de su
Amor.
Lo sabéis perfectamente, no solo me amó en su alma y en su espíritu sino
también en su carne porque el cuerpo era precisamente, a sus ojos, la
Herramienta necesaria de la Reparación, la Herramienta de la Reconciliación... al
contrario de lo que siempre nos han querido inculcar.
Un día le dije al Maestro:
- “Solo soy una mujer y miro la fuerza del Soplo que quieres ofrecerme
con cada uno de los gestos que pones sobre mí y a través de la enseñanza tan
secreta con la que los acompañas.
Sí, solo soy una mujer; miro mis manos, mis brazos, mis piernas, mi
vientre, mi piel entera y me digo a mí misma que todo eso es muy frágil y se
asemeja muy poco a lo que desearías...”
Entonces, me respondió:
-“¿Todavía crees en la deshonra de la carne? ¿Sigues creyendo que fue el
último peldaño de la Creación de mi Padre? Te lo digo, no hay impureza ligada a
la carne excepto aquella que el hombre y la mujer, en su libertad y su
ignorancia, quieren darle.
Aquel o aquella que se queda en el atrio de un templo o que solo se pasea
entre sus columnas, no sospecha la función y el Misterio de su Naos. Le da la
espalda al Santo de los santos que es la razón misma del templo.
Lo que te enseño sobre la circulación del Soplo en ti, tiene por objetivo
revelarte tu propio altar, ahí donde la mujer se convierte en Mujer, ni poseída
ni poseedora, ni propiedad ni propietaria. La idea de la presencia de Satán en
el cuerpo es tenaz; mientras perdure, no habrá Reconciliación posible”.
Por lo tanto, sí, necesariamente vi al Maestro en Jeshua antes de ver en
Él a mi esposo. Inmediatamente me enseñó a no quedarme en el atrio del templo
sino a oficiar en su Naos. Convertirme en todas las mujeres a la vez, así como
convertirme en todos los hombres a la vez, eso para Él era y es, encontrarse en
el Santo de los santos del templo, la llave de todos los espacios de nuestro
ser. De ese modo es como aprendí a ser múltiple, a aceptar mis raíces y mi
tronco como indispensables para mi follaje... y para mis futuros frutos.
Debo deciros, hermanas, que no fue fácil. Mi puño estaba más crispado de
lo que yo creía, mi sentido del control y de la posesión era más vivo de lo que
había imaginado... ¡Y mis reacciones eran a veces más vivas de lo que hubiera
deseado!
Sabéis que a menudo, las mujeres más que los hombres, utilizaban una astucia
para quedarse más tiempo en presencia del Maestro...
Era el comienzo de nuestra vida en común a través del país, su Palabra
se extendía a la velocidad a gran velocidad. Un día, Le reproché que me parecía
que se dejaba rodear demasiado por ellas. Con firmeza, simplemente me
respondió: “No juzgues la Fuerza que brota de mi cuerpo y que se proyecta hacia
cien de direcciones a la vez, pues ella es pureza. No juzgues nada de mí pues
el fuego no contiene sus llamas. El mío quema lo que debe ser quemado y
calienta lo que está congelado. Tu eres mi Bien amada así que deja que mis
pasos se posen allí donde deben...”
Me avergoncé de mi reacción. No podía disminuir lo que Él era e incluso aunque
Él lo hubiera consentido para conformarse con las miradas simplemente humanas,
no hubiera tardado en disminuirme a mi misma.
Comprendí que cuando un ser nos fuerza a dilatarnos, se trata sin duda
de un Enviado del Divino.
Cuando estoy sola, a menudo rezo por cultivar el don de saber cómo hacer
crecer el corazón del otro. ¿Es eso tal vez pretensión? Tal vez... pero me
parece que no está prohibido ver también en ello un noble desafío. Esforzarse en
ser una diferencia en el camino del otro... ¿No es eso lo que Jeshua nos enseña
a cada instante a través de lo que ha dejado de Él en nosotros?”
- Hermana Myriam -le digo- tú que has vivido tan cerca de Él, ¿cómo
puedes definir lo que ha dejado de Él en nosotros?
Cuando recorro los pueblos de los alrededores con Jacobea, me siento
siempre poco hábil para transmitir lo que nos ha comunicado. Me dicen:
“Cuéntanos otra vez una de sus historias... ¿Cómo era Él? ¿Qué es lo que os
empujó a viajar tan lejos?”
Esas preguntas me desconciertan. Busco palabras para intentar traducir
lo que he recibido pero me doy cuenta de que cuando creo haberlas encontrado,
estas no son recibidas como las había pensado. De hecho, es el misterio del
Maestro lo que no consigo expresar...”
- “Y sin duda no lo conseguirás nunca -me responde Myriam- porque las
realidades más sagradas no están hechas para ser expresas. Solo podemos
sembrarlas al viento, es decir, sugerirlas. Cada persona coge una semilla como
puede, o no la coge, y la planta a su manera ahí donde hay sitio en él...
Así que nuestra tarea es primer lugar la de intentar hacer un poco de
sitio en el corazón de todos los que encontramos. De manera humilde. Cuando un
hombre descubre que hay mucho espacio en su pecho y detrás de su mirada,
entonces todo se vuelve posible.
¿Qué hacía el Maestro? Precisamente intentaba tejer espacios libres en
nosotros. Fue ante todo esta capacidad la que nos dejó de Él... La de llamar
dentro de cada uno la revelación de un verdadero lugar para el Divino. Hacer
sentir íntimamente al otro, que el Eterno no es exterior a él, sino que es una
semilla en su corazón... Esta es nuestra misión, esta es la Certeza y la Fuerza
que Jeshua nos dejó de Él en nosotros. ¿No es maravilloso?
Es la felicidad de poder decir: “¡No creáis esto... sedlo! Sentid
la alegría de aprender a tocar la Presencia de la Luz en vosotros, dejadla
subir, vividla...”
Yo también me he preguntado durante mucho tiempo y en numerosas
ocasiones cómo comunicar el secreto de lo que hemos recibido. Nunca he
encontrado respuesta a esta pregunta si es a través del arte de hacer nacer
imágenes. La simple combinación de palabras es estéril. Así, hermanas mías, intentad
que las palabras que os vienen a vosotras sean escultoras de imágenes: con
ellas construid colores y perfumes, es decir, construir la Palabra. Vuestra
verdad les dará vida... Lo que habéis comprendido del Maestro, cada una a
vuestra manera, nunca es lo que actúa.
Qué esto no os sorprenda... pues seguramente ninguna de nosotras tres ha
recibido ni percibido de Él lo mismo. Es lo que deseaba, pues no podemos aprisionar
al Divino entre algunas definiciones. Le sentimos e intentamos hacer que los
demás Le sientan.
El Maestro tenía tantos rostros como seres humanos ha habido, hay y
habrá...
Por ello era y sigue siendo el Maestro”.
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