martes, 30 de octubre de 2012

El Testamento de las Tres Marías.

Quiero compartir con vosotros un capítulo de este maravilloso libro, en el que Daniel Meurois, muestra la iniciación de tres de las mujeres más cercanas a Jesús, Jacobea, Salomé y Miriam...

Un libro lleno de enseñanza, Amor e integración del aspecto femenino en el trabajo de ascensión y de transformación. 

Siempre nos han mostrado la relación de Jesús con sus discípulos, pero y ¿con las mujeres que más cerca de él estaban y que ocupaban un lugar clave en su enseñanza?
Espero que lo disfrutéis como yo lo he disfrutado...

 

El libro de Myriam

Capítulo IX
Entre Migdel y Cana

El día ha pasado volando; creo que para mis compañeras también. Estábamos tan ebrias de cansancio y de emociones esta mañana, que ni siquiera hemos tenido fuerzas para subir hasta nuestra pequeña cabaña encaramada sobre el agua.
Jacobea y yo conocemos un refugio en el que los pescadores almacenan sus redes y algunas herramientas. Se encuentra en la arena, entre los espinos, a unos pasos de donde hemos hecho nuestras hogueras. Nuestras piernas no nos han llevado más allá.
Tan pronto como nos encontramos bajo su techo, nos echamos entre las cuerdas y las viejas telas que siempre había por medio. Era el mejor refugio que podíamos esperar para abandonarnos al sueño y retomar algo de fuerzas...
Y si los pescadores venían, bueno, comprenderían y seguirían su camino.
He dormido como un niño sin problema alguno. Los huecos de la arena bajo mi hombro y mi cabeza me han parecido tan acogedores como lo eran en otro tiempo los brazos y el cuello de mi madre.
Recuerdo únicamente los rayos de sol que venían a veces a acariciar mi rostro y a ofrecerle un suave calor entre dos abismos de inconsciencia.
Hace un momento, cuando sentí a Myriam y a Jacobea moviéndose a mi lado, conseguí finalmente incorporarme sobre los codos y poner orden en mis pensamientos.
El sol estaba ya muy bajo en el horizonte y el cielo enrojecía intensamente. A fuerza de evocar el pasado, nuestros días se han convertido en noches...
Un olor me empujó a levantarme un poco más mientras mis hermanas exclamaban a su vez.
Dos mujeres del pueblo estaban asándonos un poco de pescado fuera de nuestro refugio. Nos miraban riendo discretamente.
Así es como el día comenzó para nosotras... bajo el sol poniente y con la comida que nuestros cuerpos necesitaban.
Bromeamos con las mujeres acerca de mil de cosas de la vida. Hablamos alto, contrariamente a lo que es costumbre en nosotras y lo hacíamos como si estuviésemos bajo el efecto de una misteriosa embriaguez. Estoy segura de que lo entendían, ellas que desde el principio, cuando llegamos a esta orilla, se mostraron siempre tan abiertas a las palabras de Jeshua y los cientos de relatos de nuestra vida a su lado.
Después, cuando acabamos nuestra comida y el manto de la noche nos envolvió de nuevo, me pregunté si Myriam iba a sumergirnos en sus recuerdos. Por un instante, mi mirada se cruzó la de Jacobea. Estoy convencida de que compartía la misma pregunta que yo.
Cuando las mujeres de los pescadores nos dejaron, un largo silencio se instaló entre nosotras tres, una especie de respiración que, sin ninguna duda, reclamábamos en secreto.
Quise rezar para prolongar la quietud del instante y tal vez también para preparar mi alma a lo que se avecinaba.
De repente, sacudiéndose el cabello, Myriam nos dijo:
- “¿Qué tal si dormimos aún un poco más...? Cuando un cuerpo se ha hartado de comer y y se encuentra somnoliento, no se abren a lo mejor de la vida. ¿Tenemos tanta prisa por terminar? Por mi parte, me gustaría que estas horas se estirasen y no querría que no las viviéramos con plena consciencia. Descansemos un poco más, ¿queréis? Dejemos que el momento justo llegue por sí mismo”.
Ni Jacobea ni yo protestamos. Desde el principio, hemos comprendido la rareza del perfume que hemos decidido ofrecernos mutuamente. Es un vapor de alma que tenemos que saber recoger con la lucidez, la lentitud y el respeto necesarios.
Así que nos abandonamos de nuevo al confort de las cuerdas, de las telas y de la arena sin pensar en otra cosa que no fuese la gracia que nos permitía encontrarnos así. Dejamos que la noche se desplegara suavemente sobre nosotras...
Y después... Me he despertado hace unos instantes, espontáneamente, con la mente clara y por fin saciada de sueño. He abierto los ojos, he adivinado la claridad de la luna y he oído a mis dos hermanas murmurar...
- “¿Shlomit? ¿Estás despierta?”
- “Shlomit...”
Me incorporo sin esfuerzo, lo suficiente para descubrir sus siluetas sentadas a la entrada de nuestro refugio, con la espalda apoyada en los frágiles troncos que soportan el techo del mismo.
- “Sí -digo casi sin pensar- Sí, estoy aquí...”
Sé que es la hora, que todo está ahí, listo para brotar de la memoria y del corazón de Myriam. Lentamente, me deslizo hasta mis hermanas de alma y me siento al lado suyo. En un impulso espontáneo, nuestras manos se unen. Las mías están heladas. Sin embargo... ¡siento tal fuego de alegría que sube en mi centro! Myriam también lleva el fuego en ella más que nunca. No hay necesidad alguna de suplicarla para que comience su relato.

- “Cuando vi a Jeshua por primera vez, al igual que vosotras, la única idea que tenía de Él era la de un primo lejano. Mi padre adoptivo, Joseph¹, me había hablado algunas veces de Él de forma enigmática, contándome solamente que era muy sabio y que, para avanzar en sabiduría, se había ido, siendo todavía muy joven, a hacer un largo viaje hacia el este.
Casi no guardaba recuerdo alguno de él. ¡Habían pasado tantas cosas! En primer lugar mi desgraciado matrimonio con Saúl², más adelante el hijo que tuve con él, Marcus, y finalmente mi huida desesperada de su casa que se había vuelto insoportable para mí.
Conocéis mi naturaleza más bien rebelde... ¿Cómo hubiera podido pasar mi existencia bajo el techo de un hombre con tendencias violentas, al que le gustaba el vino más de lo debido y que estaba fascinado por el poder?
Cuando me fugué de casa de Saúl, en Jerusalén, sabía lo que arriesgaba. Herido en su orgullo no dudaría acusarme de ser una mujer adúltera, incluso una prostituta.
Estaba desesperada e igualmente asustada, y le dejé a mi hijo, todavía niño, con el fin de no desencadenar demasiado su cólera.
Primero me refugié en casa mi padre, que como sabéis era un hombre muy respetado, más tarde, en la pequeña casa que poseía en Migdel. Fueron necesarios varios años para que consiguiese persuadir a Saúl de que me confiase a nuestro hijo Marcus. En realidad, creo que este último le pesaba más que otra cosa. Ante todo, su pasión eran sus “negocios”, como él decía, con los Romanos.
Este episodio doloroso de mi vida me dejó durante mucho tiempo en un estado de rebeldía frente a los hombres. Saúl y sus excesos se habían convertido para mí en el símbolo del género masculino en su totalidad. Por supuesto, era consciente de mi propio exceso en esta actitud pero había una cólera dentro mí que no conseguía calmar.
Fue el trabajo de las plantas y de las hierbas el que poco a poco ayudó a mi alma a recobrar mi centro. Por suerte La casa de Migdel tenía un pequeño jardín rodeado de un pequeño muro de piedras. Cuando comencé a vivir allí, vivía en ella una anciana que era pariente de Joseph. Pertenecía a la Fraternidad³ y durante mucho tiempo había vivido en uno de sus pueblos. Allí es donde había aprendido los viejos secretos de las plantas y de los ungüentos. Cuando partió para unirse con el Eterno, ya me había transmitido sus conocimientos y su saber hacer. Al margen de todo, señalada con el dedo por unos cuantos, rehíce mi vida partir de ahí.

Os confieso, amigas mías, que ya no rezaba casi nunca. La dureza de este mundo y de la trampa en la que había caído me había convertido en algo parecido a esos espinos que encontramos por todas partes en nuestros campos. En el mejor de los casos, me podía parecer a un cardo debido a su flor malva que debía parecerse al pequeño trozo de alma que, a pesar de todo, se había quedado escondido en alguna parte dentro de mí.
Todo cambió un día, durante una visita que hice a José en su bella residencia de Jerusalén. Al franquear el umbral de su jardín interior, percibí inmediatamente la silueta de un hombre de gran estatura que conversaba con él. Quise retirarme para no molestarles pero mi padre inmediatamente me hizo señas para que avanzara. El hombre se dio la vuelta... como habréis adivinado, era Jeshua.
Os lo aseguro... Tuve un shock. No es que Le encontrara especialmente guapo sino que fue debido a la intensidad de su mirada.
La mirada que posó en mí en ese instante era a la vez dulce y penetrante. No pude soportarla... bajé la cabeza y luego me incliné para saludarle esperando poder irme acto seguido. Mi padre me disuadió de hacerlo y aquel hombre insistió para que me quedase. Me aseguró que su tío José acababa de hablarle de mí... ¡Decididamente no podía dar media vuelta!
Entonces mi padre puso su mano derecha en su corazón y me presentó de manera solemne a Jeshua, ese pariente tan especial del que ya me había hablado y que ahora se había convertido en Rabí.
Y después ¿Qué deciros? ¿Qué Jeshua me fascinó y que Le volví a ver muchas veces durante mi estancia en Jerusalén? Sí, por supuesto... pero ni siquiera  la palabra “fascinó” sería la adecuada. En la fascinación hay a menudo una parte de seducción... Ahora bien, no estaba seducida; estaba... cautiva, casi como “tomado” en lo más profundo de mi ser.
No solamente estaba convencida de conocer a Jeshua desde siempre, sino que inmediatamente supe que era Él era el viraje de mi vida. No tenía nada que ver con un sentimiento amoroso; esta certeza venía de una especie de soplo o de bofetada sagrada.
De hecho no podía hacer otra cosa que encontrarme con Jeshua pues, inevitablemente, los dos nos alojábamos en casa de José.
Recuerdo que al principio me dirigía muy poco la palabra. Era más bien yo la que sentía la repentina necesidad de expresarme como por miedo a un silencio entre nosotros. Así que le hice miles de preguntas acerca de sus viajes. Respondía de manera bastante breve y con una suavidad en la voz que no dejaba de impresionarme.
Desde nuestro segundo encuentro, sentí la irresistible necesidad de tocarle los pies, no porque fuese Rabí sino porque ya había comprendido que Él no era como todos nosotros, que irradiaba algo desconocido e increíblemente puro. Me dejó que lo hiciera y creo que mi gesto duró mucho tiempo. Para Él y para mí, aquel fue, una forma de pacto o de reconocimiento, no lo sé. A menudo, cerrando los ojos, he revivido esos instantes y pienso que forman parte de los más bellos de mi vida. Ni una palabra salió de nuestros labios, no era necesario, un solo sonido lo habría empobrecido todo.
Cuando me incorporé, solamente me dijo:
- “Myriam... Existen tramos del camino que nos invitan, más que otros, a caminar. ¿Reconoces el que ahora comienzo como si tal vez, también fuese el tuyo?”
Sin ni siquiera reflexionar ni comprender todo lo que eso podía significar, respondí un gran sí con la cabeza. Nos separamos ahí hasta la hora de la cena.
No quiso que yo comiese a parte, como prescribía oficialmente la costumbre¹. Esa fue su manera de recordarnos su pertenencia de corazón a nuestra Comunidad. Yo casi estaba enfadada, pues no podía evitar constantemente su mirada ni disimular mi turbación.
Los días que siguieron no cesaron igualmente de asombrarme. En un principio me había imaginado que era un Rabí algo solitario, sin embargo, resultó estar rodeado de un gran número de personas llenas de veneración por Él. La mayoría de las veces, Le esperaban en la esquina de la callejuela en la que José tenía su casa.
Una mañana en la que atravesaba el umbral al mismo tiempo que Él para dirigirme al mercado, Jeshua me preguntó de repente si quería unirme a ellos.
- “Rabí -dije- necesito llenar esta calabaza con algunas verduras...”
- “Myriam, dime -me respondió con ese aire grave y a veces un poco burlón que todas Le hemos conocido- Myriam... ¿solo tienes hambre de verduras? Me parece que reclamas una comida un poco más consecuente ¿no crees?”
Hice como que no comprendía, mientras echaba un rápido vistazo en dirección a aquellos que Le esperaban algo más lejos. A juzgar por las apariencias, pertenecían al pueblo llano, aunque algunos llevaban atuendos de calidad.
- “Se vive bien en casa de José, continuó... pero ¿es esa la vida que quieres vivir? El propio José aspira a otra cosa... Eres de aquellas y aquellos que buscan un alimento del que nunca están saciados. Reconócelo...”
Esas pocas palabras, que en aquel momento me parecieron un poco sentenciosas, marcaron el verdadero comienzo de todo. Sin protestar y sin entrar en razones, seguí a Jeshua hasta el final de la callejuela y me uní a los que Le esperaban.

A buen ritmo, pasamos una puerta y salimos de la ciudad para sentarnos finalmente en un lugar frente a las áridas montañas. Fue allí donde por primera vez oí a Jeshua enseñar.
Debo deciros, hermanas, que no recuerdo lo que dijo. Sus palabras no entraron en mí a través de mis oídos para fijarse en mi memoria. Habitaron mi carne desde el primer instante. Así fue como las absorbí... con algo de mí que hasta entonces ignoraba que existiese.
Fue una revelación total. ¿Quién era ese hombre que hablaba del Eterno como de su padre y que daba a las palabras otro color diferente del que conocíamos? ¡No era un Rabí!
Unas horas más tarde, volví a casa de José llorando y con la calabaza vacía. Estaba conmocionada por lo que me había penetrado. No era solo mi alma la que se mostraba tocada, también mi cuerpo estaba como febril. Mi padre no hizo preguntas. Siempre fue discreto y estaba lleno de sabiduría. Hoy pienso que ya veía que las cosas se estaban llevando a cabo.
Esa estancia en Jerusalén duró varias semanas. A través de no sé qué misterio, cada día nos acercaba un poco más a Jeshua y a mí.
Por más que intentaba no seguirle a todas partes para recoger las fulminantes palabras de paz que sembraba a su paso, todo ocurría de tal manera que hacía que nos encontráramos, incluso en el exterior de la casa donde nos alojábamos.
Por más que me repetía que tenía que volver a Migdel para reunirme con mi hijo Marcus que aprendía el oficio de la pesca con algunos jóvenes de su edad, no conseguía decidirme. Sí, tal como os acabo de decir, la paz de Jeshua era fulminante. Era... todo aquello que había esperado tanto y que nunca tuve conciencia... Rebeldía y dulzura, espada y compasión... ¡lo Humano unido a lo Divino!
Una tarde, en el pequeño jardín de mi padre, nos encontramos de manera casual los dos solos y Jeshua me hizo la misma pregunta que la que había marcado nuestro segundo encuentro: “¿Reconoces, Myriam, el camino que comienzo como si tal vez fuese también el tuyo?”
Recuerdo haber bajado los ojos. Me debí sonrojar ¿Qué debía responder? No tuve que articular la más mínima palabra. Jeshua se inclinó hacia mí y depositó un ligero beso en cada uno de mis párpados. Después me cogió la mano y pudimos hablarnos... hablarnos del camino que se abría, del camino a tomar y de lo que eventualmente iba a significar, para Él, para mí, para nosotros.
Reconozco que no medí en absoluto el desafío que aquello iba a representar. En la ternura que me ofrecía, solo veía una suprema bendición. No sospechaba que, bajo el velo de su gracia, se disimulaba el mayor combate que un ser pueda librar, el de la Infinita Luz frente a las pulsiones de la Separación.
Jacobea, Salomé, vosotras también lo habéis vivido a vuestra manera... Cuando nos acercamos “demasiado” a un Portador de Luz, encendemos instantáneamente el fuego de la adversidad, llamamos irremediablemente a las iniciaciones más difíciles, aquellas que enriquecen el alma para siempre pero que también saben consumir el cuerpo para obligarlo a renacer en verdad.
Cuando dije que sí a Jeshua para tomar su camino, solo era una mujer orgullosa y rebelde, inconsciente del látigo de la Vida que iba a restallar detrás de cada uno de sus pasos. De este modo, unos meses más tarde, tuvo lugar nuestras bodas en Cana.
Contrariamente a lo que tal vez pensáis, aquellos meses no fueron fáciles. Tuve miedo... Regresé a Migdel por mi hijo. Intenté volver a empezar a rezar según los consejos que Jeshua me había dado pues era necesario que fuese la esposa digna de un Rabí... sin embargo, era la tormenta la que se instalaba en mí.
¿Qué iba a hacer? Ese hombre, al que parecía estar destinada, casi me asustaba debido a su diferencia. Todavía me sentía manchada e indigna debido a mi vieja ruptura con Saúl. Éste había encontrado personas tan generosas para gritarme que sería deshonrada para siempre, que mi alma, a pesar de su fuerza, conservaba silenciosas cicatrices por ello. Y estas cicatrices me impedían aferrarme a las oraciones de mi infancia, las de nuestro pueblo.
Jeshua me había aconsejado que olvidara todas las palabras aprendidas y que simplemente pusiera mi corazón al desnudo... pero ¿qué quería decir poner el corazón al desnudo? ¡Había sido necesario que lo rodease de una coraza tan grande para poder continuar respirando durante todos esos años! Si me desprendía de ella, ¿qué iba a descubrir? Tal vez una mujer que, finalmente, ya no creía en gran cosa. ¡Dejar mi corazón al desnudo! ¿Con quién iba a casarme exactamente? ¿Por fin con un verdadero marido o con un extraño Rabí? ¡Todo había ocurrido tan deprisa!
Arrodillada frente a mis hierbas y plantas, llegué a dudar de las horas milagrosas que había vivido junto a Jeshua. Había generado un torbellino dentro de mí y alrededor de mí, ¿Qué había removido ese torbellino para conmocionarme de esa manera y tan deprisa?
Intenté poner el corazón al desnudo... como lo hacen a veces todos aquellos que están algo perdidos en sus vidas por cargar con un peso sobre sus hombros y por haber huido demasiado de la maldad.
Un día en el que todavía tenía dudas, vi a Jeshua presentarse en el umbral de mi puerta. Su visita era imprevista e imprevisible. Mi primer reflejo fue el de ofrecerle un rostro muy seguro y digno pero, al instante después, me encontré a sus pies con la frente contra el suelo. Era superior a mí, infinitamente más que el orgullo que siempre había mostrado.
- “¿Pasabas por aquí, Rabí?”
- “Pasaba por tu casa...”
Nuestra conversación comenzó de forma muy anodina luego, de repente, Jeshua situó frente a mí y tuve la sensación de que nos habíamos separado el día de antes. Las palabras que me dirigió entonces son de las que no se pueden olvidar. Eran especialmente intensas.
- “Entonces ¿A qué se debe tu miedo, Myriam? Si piensas que yo soy la causa, te equivocas, pues en realidad me reconoces. Te aseguro que tu miedo viene de lo que todavía no te reconoces a ti misma. Tienes que saber que ese miedo no es tuyo solamente. Es el de todo humano cuando le llega la hora de confesar su parentesco con el Eterno. Puedes estar segura que hoy, es el Muy Alto el que llama a tu puerta...
De aquí a una luna, seré tu esposo. No para que me laves los pies ni para que me prepares la comida. No para reconfortar mi carne sino para reconciliar tu alma en lucha contra ella misma.
Así Myriam, no es tu cuerpo lo que he venido a buscar sino tu alma detrás de tu carne y tu espíritu detrás de tu alma.
Así que ¿por qué tienes que tener miedo? Mi Padre busca una mujer para convertirse en la Mujer porque Él necesita una copa para recoger Su semilla de consolación en este mundo.
Se ha enseñado a este pueblo que el hombre fue creado antes que la mujer... pero si te digo que la mujer vio el día antes que el hombre, ¿me creerías? Si te digo que es mi Madre, que forma uno solo con mi Padre, la matriz de todo, ¿me creerías también?
Podrías creerme, pues desde toda la eternidad, el agua es tanto como el fuego y la tierra tanto como el aire. No obstante, no te enseñaré esto pues mi Padre, que es también mi Madre, son indisolubles, proceden el uno del otro.
Así, compréndeme, el hombre y la mujer se han inventado el uno al otro. Casándome contigo me caso conmigo mismo y casándote tú conmigo tú también te casas contigo misma. Finalmente te reconoces.
He venido para hablarte del sentido de nuestra unión y resucitar en ti la Admiración por ella. Con esta unión, se te pedirá que seas todas las mujeres de este mundo. En espíritu, te enseñaré a tocar a mi Madre, que es también mi Padre, pues sabrás que todas las mujeres son un poco de mi Madre esparcida a través de Su Creación.
Con nuestra unión, sabrás que todos los hombres están en mí y que son un poco de mi Padre que intenta Reunirse en el corazón de Su expansión”.
Como podéis imaginar, hermanas, me quedé totalmente silenciosa frente a esas palabras. De forma sorprendente, ignorante como era todavía de los misterios del Muy Alto, tuve la sensación de comprenderlas íntimamente, de captar la esencia, la sustancia profunda y todo lo que ellas implicaban.
¡Menos mal que no se me pidió que tradujese lo que había comprendido! Hubiera sido totalmente incapaz, yo que apenas sabía leer dos palabras y trazar las letras de mi nombre en la arena.
Solo puedo decir simplemente que lo comprendía... sin penetrar en el sentido exacto de las palabras utilizadas. Supe el por qué más tarde... Cada palabra justa que unimos con precisión a otra palabra justa, hace nacer al contacto con esta una sutil melodía que nuestra inteligencia ordinaria no puede alcanzar, pero que algo¹ en nuestra alma, consigue recoger en el momento en que la pureza la habita.
- “Lo entiendo, Maestro, lo entiendo -dije-...”
Me sonrió y cogió delicadamente mis muñecas y las miró como si hubiera algo en ellas por descifrar.
Busqué entonces sus ojos y quise reponerme:
- “Comprendo, Rabouni... mi Rabouni²...”
Colocó su frente contra la mía y continuó:
- “El Amor está enfermo sobre esta Tierra... Tienes que saber esto antes que cualquier otra cosa: Si he venido a este mundo, es para restaurarlo. Sin embargo no creas que solo estoy aquí para restaurar el Amor entre la raza de los hombres y el Eterno. Estoy aquí también para sanarlo entre el hombre y la mujer. Esta es, en su plenitud, la razón esencial de nuestro matrimonio. No son Jeshua y Myriam los que se unen, pues tanto uno como otro no son más que máscaras. Es el Señor Todo Poderoso y Su Creación los que se disponen a mirarse a los ojos con el fin de renovar su Pacto en el Infinito.
Que por fin se diga que el hombre y la mujer ya no se dominan mutuamente sino que se reconocen como el Cielo y la Tierra, indispensables el uno para el otro, a imagen del Sin Nombre y de Su Creación...
Amada mía... hemos venido a escribir esta verdad con el fin de trazar en lo Invisible el Núcleo de la Reconciliación. ¿Puedes concebirlo?
En verdad, cuando nos casemos, mi Padre te enseñará a través de mí el Soplo que propulsa la carne hacia el Espíritu. Te enseñará la belleza y la grandeza de la Tierra en ti, así como en todas las mujeres, revelándote el arte de invitar y de acoger la respiración del Cielo. Es el Arte de entre las artes, el que diviniza porque pone fin a la Separación.
El Arte de Amar, Myriam, no solo se expresa en los Templos de piedra. Demasiado a menudo, lo anclamos en ellos a través de la salmodia sin alma de las Palabras que sin embargo son sagradas.
Se ha dicho igualmente, que se practicará entre el hombre y la mujer en le Templo de su unión y que de esta manera los dos podrán elevarse.
He venido a recordarte, y a recordaros a todos en este mundo, que cada uno es a la vez templo y sacerdote, lapislázuli y arcilla. Yo no soy nada más que el Reconciliador, la escalera que se ofrece para unirlo todo. Valora esta verdad...
Si con estas palabras he aumentado tu miedo, todavía puedes decir no. La libertad es el sello con el que tu alma está marcada. Es a la Liberada a la que hablo, Myriam...”
Creo, amigas mías, no haber dicho ni sí ni no... No tenía importancia. Por toda respuesta, mi frente se apoyó con mayor fuerza contra su frente como si las arrugas nacientes de mi carne intentasen acoger las suyas entre sus líneas.
Me dije entonces que mientras tuviese fuerzas, Jeshua y yo no conoceríamos más que un solo camino.
Antes de dejar mi morada unos instantes más tarde, Jeshua me pidió que Le llevase allí donde yo tenía costumbre de cocer mis tortas de pan. Entonces le llevé a la parte trasera de la casa. Allí había un viejo horno de barro seco. “Es este, Rabouni...” Dije.
En el hueco de mi horno quedaban un montón de cenizas de mis últimas cocciones. Las tendría que haber quitado hace tiempo. Tuve un poco de vergüenza... Antes de que tuviese tiempo de pronunciar la más mínima palabra, Jeshua hundió la mano mientras realizaba un pequeño movimiento circular con la misma. Entonces la sacó suavemente, sujetando con el borde de los dedos lo que parecía ser un pedazo de tela. Realicé una exclamación... pero Jeshua continuó su gesto y el pequeño pedazo de tela que había entrevisto emerger de la ceniza, resultó ser un gran velo blanco...
En cuanto Jeshua lo sacó totalmente del horno en un amplio y ligero movimiento, lo colocó sobre un de mis hombros. Seguidamente palpé el tejido... era el más bello lino que había visto nunca, finamente tejido y sin la menor mancha de tierra o de ceniza.
Estaba completamente atónita y no encontré las palabras suficientemente precisas. Balbuceé, di gracias con mil torpezas... Él, casi reía...
Fue el primer prodigio que Le vi realizar. Fue su manera de subrayar la confirmación del pacto de nuestras almas.
Como os podéis imaginar, todavía tengo el velo. ¡Por supuesto está usado! Después de haberlo llevado tanto, lo guardo ahora con cuidado en el fondo de mis alforjas.
Cuando Jeshua se fue ese día, me di cuenta de que unos hombres le habían esperado tranquilamente durante todo ese tiempo a la sombra de los eucaliptos que crecían en el borde del camino, detrás del pequeño muro de mi jardín... Eran los mismos hombres que en Jerusalén e igualmente había algunas mujeres. Sentado en el suelo, Marcus, mi hijo, conversaba con ellos. Eso me gustó... Me parecía que el orden del mundo cambiaba y que una armonía nueva se instalaba.
Más adelante vino el día de nuestras bodas en Cana, en Galilea, allí donde nuestra familia poseía una propiedad antigua pero lo suficientemente grande para poder acoger a la mayor parte de los invitados. Fueron unas bodas sencillas en las que cada invitado estaba en su justo lugar. Allí fue donde verdaderamente y por primera vez conocí a aquellos que ya no se separaron nunca de Jeshua. Sobre todo Eliazar que había insistido para dirigir el desarrollo de las festividades.
La ceremonia en sí se imprimió muy poco en mi memoria. La viví en una especie de bruma, cubierta de velos y de perlas pero incapaz de darme cuenta plenamente de lo que ocurría.
Cuando pienso en todos los días que ocuparon las bodas, guardo sobre todo en la memoria el torbellino de alegría en el que estuvieron envueltas. Este me sorprendió y desconcertó. Durante las semanas que precedieron, a menudo me había dicho que casarse con un rabí debía de ser muy diferente de casarse con otro hombre. Había imaginado una mayor austeridad. Era también lo que me habían dado a entender José y algunos miembros de nuestra Comunidad.
Pero conocéis al Maestro... La alegría ocupaba un lugar importante en lo que estaba decidido a enseñarnos.
Fue en ese momento cuando comencé a darme cuenta, de hecho, al igual que muchos otros. Jeshua bailó y cantó con los invitados... Hasta bromeó.
En mi rincón, bajo mis velos, rápidamente vi que algunos se sentían mal por ello. Por supuesto, eran aquellos, que ya Le habían encasillado en un papel que creían poder decidir en su lugar. El papel de un maestro entre otros muchos, el de un sabio en otros muchos, perfectamente acorde a lo que se dice que hay que ser en esos casos...
Esa fue la razón por la que en un momento dado, se levantó. Tampoco se le habían escapado algunas conversaciones aisladas y las miradas contrariadas que algunos le dirigían. Me acuerdo de lo esencial de las palabras que pronunció entonces, pues modificaron el color de los festejos.
- “Amigos míos... En el país de las altas cimas en el que he vivido durante algunos años antes de regresar aquí¹, encontré un día a un anciano. Este me contó su historia...
Desde su más tierna juventud había soñado con una cosa: convertirse en un sabio. Para ello, primero se dijo a sí mismo que era absolutamente necesario que fuera erudito. Así que buscó los profesores más doctos, les escuchó, retuvo las lecciones y efectivamente se volvió muy erudito...
Pero viendo que su saber no bastaba para procurarle la sabiduría, buscó las mejores maneras de controlar su cuerpo, de rezar y de meditar. Para ello frecuentó a los maestros de mayor renombre y se impuso, según sus consejos, las disciplinas más duras hasta casi dejar de comer con el fin de que su voz fuese “más límpida y mejor percibida por el Eterno”. Además de ser erudito, se quedó muy delgado hasta sentirse orgulloso de ello.
“Ya está... ahora me he convertido en un sabio” pensó entonces contando el número creciente de discípulos que se agrupaban alrededor suyo. Estos estaban fascinados por su ascetismo, por el rigor de sus palabras y... por sus cabellos que se habían vuelto blancos.
Sin embargo, me contó que un día una gran tormenta estalló mientras enseñaba. Se levantó con el fin de conducir a su asistencia hacia un lugar resguardado pero, en un gesto torpe, se cayó en el barro destrozando su bella túnica. Se puso tan furioso, que una blasfemia salió de su boca delante de todos sus discípulos que estaban atónitos de ver a su modelo perder la compostura.
- “No es tan grave, maestro -le dijeron algunos- Nosotros lavaremos esa túnica e incluso te ofreceremos otra”.
Como el maestro no podía disimular su cólera y su vergüenza por no haber podido conservar la dignidad que le parecía indispensable, sus discípulos empezaron a verle de forma diferente y, uno tras otro, le dejaron.
Me contó que cuando se encontró solo se puso a llorar. La vida le había colocado frente a sí mismo y lo que había tomado por sabiduría no era otra cosa que ilusión, puesto que una simple tormenta le había mostrado como era. La emprendió entonces con el Eterno, acusándole de su infortunio. Él, a quien le había dado todo, ¿por qué le había hecho eso?
Tres días después, el Eterno le envió Su respuesta bajo la forma de un joven con cabello largo y castaño que pasaba por allí.
- “¿Por qué lloras, anciano? preguntó este último.
El anciano le confió su cruel desengaño en el crepúsculo de su vida.
- “¿Eso es todo? -Respondió el joven- Déjame decirte... El remedio era sencillo. Si te hubieses reído de tu caída e incluso de no haber podido contener la blasfemia, tus discípulos estarían aquí todavía escuchándote, te habrían respetado aún más.
Créeme, anciano, saber divertirse de mil cosas de la vida y de uno mismo es una cualidad divina. Sin ella, las otras no valen gran cosa. Tú mismo eres testigo; aquel que no ha hecho suyo el estandarte de la Alegría no puede controlar nada en él realmente.
Antes de ser todo lo que pensamos que es, el Eterno es Alegría. Es de la Alegría de donde procede todo... porque ella es sencillez y espontaneidad. También es Amor en estado puro, sin cálculo ni frontera. La Alegría no es un saber, anciano, es la marca del Conocimiento, el signo de Lo que une al Señor de toda vida.
Llámala, déjala venir, descúbrela, haz todo por abandonarte a ella y encontrarás la sabiduría que tanto has buscado.
La gravedad a la que los hombres como tu se aferran, no es el carácter inicial del Divino; no es más que el reflejo de este mundo”.
Atónito, aquel que había querido ser sabio le preguntó:
- “¿Tú quién eres para hablarme así? Tu joven edad no te permite darme esta lección”.
- “¿Quién soy yo? Un joven con varios siglos de edad y que no cesa de divertirse y de reír al contacto con el Mundo celeste¹. En la Alegría reside la juventud eterna, en la Alegría toma raíces la sabiduría.
Nadie puede decidir conquistar la sabiduría aunque fuese el más docto de los sacerdotes y jugase a ser un asceta. La sabiduría construye su nido en aquel que ha dejado un espacio en él, aquel que no interpreta ningún papel y no tiene ninguna otra pretensión que la de participar en la danza alegre de la Vida”.
Cuando hubo pronunciado esas palabras, el joven pasó entonces lentamente la mano sobre su rostro, revelando así, solo por un instante, el rostro descarnado y momificado de un cadáver. Cuando recuperó su apariencia original, simplemente añadió:
- “Has visto el aspecto que tendría si no hubiese invitado a la Alegría en mi cuerpo y si no la respirase en este mismo momento. No lo olvides. ¡Deshazte de los disfraces de la sabiduría y vive!”
El joven siguió entonces su camino, dejando así al anciano con el más bello de los secretos... Si os he contado esta historia, amigos míos, cambiando Jeshua cambiando de tono, es porque yo también conocí a ese joven de largos y oscuros cabellos. He visto la Verdad que vivía en él. Me dejó tocarla y la sentí; ella me habló de mi Padre y desde entonces ya no me abandona, pues me ha mostrado la verdadera juventud de mi corazón.
Os lo afirmo... la Alegría es la juventud de las almas antiguas. Dejemos que se extienda allá donde queremos invitar al Divino”.
Como os he dicho, hermanas, los festejos adquirieron otro tono a partir de ese instante.
Algunos dieron las gracias al Maestro por haber compartido su Conocimiento mientras que otros tomaron la lección en silencio. Todos, finalmente, quisieron elevar su copa en honor de la gracia que había descendido sobre nosotros a través de las palabras ofrecidas.
Poco después nos dimos cuenta de que iba a faltar vino. Jeshua enseguida dio instrucciones a Eliazar para que se llenasen con agua las vasijas que normalmente estaban reservadas para las abluciones.
Discretamente, lo oí y lo vi todo... Mi esposo ni siquiera tuvo necesidad de levantarse ni de tocar lo más mínimo la tierra de los recipientes que había designado. Tan pronto como estos fueros llenados tal como había dicho, el vino más fresco y más dorado que exista fue vertido en todos los cántaros y copas que se servían.
Vi entonces a Meryem que sonreía con aire feliz a Eliazar, a mi padre José que intentaba contener las lágrimas y a Marcus que seguía con la boca abierta. Él también  había oido lo que se había dicho y lo que había pasado.
Os lo aseguro, en aquel momento los invitados no comprendieron lo que acababa de producirse. Hubo que esperar al día siguiente, cuando el vino parecía no agotarse nunca, para que todos diesen testimonio del prodigio de la víspera y de la Luz que manifestaba el Maestro.
No sabría describiros el estado en el que estaba la misma noche de nuestras bodas cuando me encontré a solas con Él. Jeshua era oficialmente mi esposo y, para mí sobre todo, mí amado... Pero en verdad, más allá de la ley de los hombres y del corazón, ¿Quién era Él exactamente? ¡Me parecía que yo era tan pequeña, tan ignorante, tan orgullosa! Así que ¿por qué a mí? ¿Por qué me había elegido?
Al mismo tiempo que estaba maravillada y subyugada por el hombre que descubría cada vez más, sentía una forma de temor e incluso de miedo que ascendía por mi vientre.
¿Cómo era posible que, yo que casi había olvidado cómo rezar durante años, me encontrase allí con era de alguna manera una oración viviente? ¿Dónde estaba mi mérito?
Estos pensamientos estaban tan presentes que, en cuanto la puerta de nuestra habitación se cerró detrás nuestro, me sinceré con mi esposo. Este empezó a reír.
- “¿Tu mérito? Myriam... no es así como hay que mirar las cosas en este mundo. ¡Muchos méritos no son recompensados antes de que pase mucho tiempo y muchas faltas tampoco son sancionadas antes de que pase mucho tiempo! Por tanto, cambia tu mirada de lugar y observa lo que es, sin considerar ni pasado ni futuro. Nuestro mundo es el de la Necesidad. Es en la Inteligencia del Instante presente donde esta verdad puede comprenderse...”
- “¿Una necesidad? Lo que me estás diciendo me parece terrible, Rabouni... Si la necesidad es el motivo que ha presidido nuestro encuentro hasta conducirnos hoy a nuestra boda, ¿dónde está el amor? ¿Acaso el tuyo es debido a una obligación sagrada? Me das miedo...”
Entonces Jeshua depositó en mí una mirada de tal ternura que no la olvidaré jamás, hermanas. ¡Jamás!
- “Myriam... el Amor es la única necesidad que existe. Su inteligencia lo ordena todo. Todo encuentro que es verdaderamente un encuentro, está escrito por nuestras almas más allá del Tiempo. Por eso dicha inteligencia es necesaria, inevitable y lleva el sello del Amor sin que haya necesidad de buscar los méritos o las razones. Nosotros nos unimos de este modo...
Te pido que no des vueltas a estas palabras en tu cabeza; solo la confianza en la exactitud del Vivo en el corazón de todas las cosas te hará integrar la Verdad hasta en tu carne.
Mira de qué forma vive este mundo... Ríe o llora en función de lo que estima que debe ser o no ser. Le preocupa poco lo que la equidad divina coloca en su camino; le da igual la Sabiduría que preside su destino. Elige luchar a cada instante por mantener su propio orden de cosas. Así es como sufre, separándose de la amante necesidad de confiar infinitamente en la Fuente.
Confiar en la Voluntad del Padre de toda vida, en última instancia ¡este es el verdadero desafío de este mundo, Myriam!
La única rebelión que merece el nombre de revolución es aquella librada contra la Ruptura, pues lo que hace doblar la espalda de los hombres es su Separación respecto a mi Padre.
La necesidad que impulsa al Amor a encarnarse es el verdadero desafío y la revolución que he venido a buscar en ti. ¿Me comprendes?”
Comprendía... ¡pero seguía sintiéndome tan poco digna! En Migdel, el Maestro me había dicho que lo que había venido a buscar en mí era a la Liberada.
¿Pero la liberada de qué? Es cierto que había vivido como una insumisa desde mi huida de casa de Saúl, sin embargo esta pulsión de rebeldía solo se había orientado contra las leyes de los hombres. Yo seguía teniendo mis miedos, mis prejuicios, mis cóleras, mis viejos reflejos de supervivencia. Todo eso era tan humano...
Por supuesto, esa tarde, esa noche, no le hablé a mi esposo de que me seguía sintiendo indignidad.
A petición suya, nos sentamos el uno frente al otro en la pequeña habitación de color tierra en la que íbamos a pasar nuestras primeras horas de unión. En el suelo, habían sido colocadas numerosas alfombras de gruesa lana, y en uno de sus muros había sido pintada con cal una gran estrella de ocho puntas, la que siempre ha acompañado a nuestro pueblo. Parecía bailar a la cálida luz de las lámparas de aceite que habían sido colocadas por todas partes.
Fuera, los cantos en honor a nuestras bodas continuaron se prolongaron hasta bien entrada la noche, hasta mucho después de que la oscuridad hubiera cubierto nuestro amor compartido.
Por la mañana temprano, el Maestro estaba ya levantado cuando mis párpados consiguieron abrirse. Un bello rayo de sol se deslizaba por el marco de la puerta. A través de su ranura, percibí su silueta de rodillas en el suelo de la terraza que había en nuestra habitación. Oraba y dibujaba en la luz pequeños gestos que yo desconocía”.

Myriam acaba de interrumpir su relato de manera repentina. Parece como si necesitara recobrar su aliento. Le tomo la mano y Jacobea, por su parte, aprieta fuerte la mía. Siento que formamos así una cadena abierta, una cadena formada por tres eslabones.
¿Por qué estos eslabones han conseguido encontrarse de forma tan natural sin que nada de lo que les ha forjado parezca haberse debilitado en el tiempo? ¿Qué ha sido de todos los demás? Eliazar, Judas, Simón, Tomás, Betsabé... Este pensamiento no me abandona.
- “¡Vamos! -Exclama Myriam respirando de repente de manera ruidosa y a pleno pulmón- Vamos... ¡no caigamos en la nostalgia! ¡Un poco más y hasta yo misma hubiera caído en la trampa!
Mirad y escuchad amigas mías... podéis ver y sentir bien que Él está aquí entre nosotras...
Si nuestras memorias están milagrosamente tan vivas es porque Él sopla en el fuego de las mismas”.
- “Hermana... -murmura Jacobea, mientras endereza su espalda que acusa el cansancio- Hermana... siempre hablas de “el Maestro” cuando te refieres a Jeshua. Sin embargo, a partir de esa noche te convertiste en su esposa”.
- “Lo fui a partir de esa fecha, sí... pero lo fui de una manera extraña. Lo fui como una sacerdotisa que se ofreciese al Divino. Quiero decir... sin sentimiento de apropiación, sin deseo ni reflejo de posesión. Lo contrario hubiera sido imposible con Jeshua, ¿comprendes, lo comprendéis? ¿Cómo ofrecerse completamente al sol y decir al mismo tiempo “¡Me pertenece!”?
Me lo dijo y me lo repitió: a través de mí se casaba con todas las mujeres. Esto puede pareceros inconcebible pero lo consiguió, porque lo que alcanzó en mí, fue la Esencia o el Principio de la Mujer.
Al principio no pude hacer otra cosa que tener confianza tal como Él me lo había pedido y después, poco a poco, aprendí a beber de la misma copa que Él. Mi esposo se convirtió en el sacerdote que oficiaba en el templo en el que Él me convertía a través de la naturaleza y el espacio de su Amor.
Lo sabéis perfectamente, no solo me amó en su alma y en su espíritu sino también en su carne porque el cuerpo era precisamente, a sus ojos, la Herramienta necesaria de la Reparación, la Herramienta de la Reconciliación... al contrario de lo que siempre nos han querido inculcar.
Un día le dije al Maestro:
- “Solo soy una mujer y miro la fuerza del Soplo que quieres ofrecerme con cada uno de los gestos que pones sobre mí y a través de la enseñanza tan secreta con la que los acompañas.
Sí, solo soy una mujer; miro mis manos, mis brazos, mis piernas, mi vientre, mi piel entera y me digo a mí misma que todo eso es muy frágil y se asemeja muy poco a lo que desearías...”
Entonces, me respondió:
-“¿Todavía crees en la deshonra de la carne? ¿Sigues creyendo que fue el último peldaño de la Creación de mi Padre? Te lo digo, no hay impureza ligada a la carne excepto aquella que el hombre y la mujer, en su libertad y su ignorancia, quieren darle.
Aquel o aquella que se queda en el atrio de un templo o que solo se pasea entre sus columnas, no sospecha la función y el Misterio de su Naos. Le da la espalda al Santo de los santos que es la razón misma del templo.
Lo que te enseño sobre la circulación del Soplo en ti, tiene por objetivo revelarte tu propio altar, ahí donde la mujer se convierte en Mujer, ni poseída ni poseedora, ni propiedad ni propietaria. La idea de la presencia de Satán en el cuerpo es tenaz; mientras perdure, no habrá Reconciliación posible”.
Por lo tanto, sí, necesariamente vi al Maestro en Jeshua antes de ver en Él a mi esposo. Inmediatamente me enseñó a no quedarme en el atrio del templo sino a oficiar en su Naos. Convertirme en todas las mujeres a la vez, así como convertirme en todos los hombres a la vez, eso para Él era y es, encontrarse en el Santo de los santos del templo, la llave de todos los espacios de nuestro ser. De ese modo es como aprendí a ser múltiple, a aceptar mis raíces y mi tronco como indispensables para mi follaje... y para mis futuros frutos.
Debo deciros, hermanas, que no fue fácil. Mi puño estaba más crispado de lo que yo creía, mi sentido del control y de la posesión era más vivo de lo que había imaginado... ¡Y mis reacciones eran a veces más vivas de lo que hubiera deseado!
Sabéis que a menudo, las mujeres más que los hombres, utilizaban una astucia para quedarse más tiempo en presencia del Maestro...
Era el comienzo de nuestra vida en común a través del país, su Palabra se extendía a la velocidad a gran velocidad. Un día, Le reproché que me parecía que se dejaba rodear demasiado por ellas. Con firmeza, simplemente me respondió: “No juzgues la Fuerza que brota de mi cuerpo y que se proyecta hacia cien de direcciones a la vez, pues ella es pureza. No juzgues nada de mí pues el fuego no contiene sus llamas. El mío quema lo que debe ser quemado y calienta lo que está congelado. Tu eres mi Bien amada así que deja que mis pasos se posen allí donde deben...”
Me avergoncé de mi reacción. No podía disminuir lo que Él era e incluso aunque Él lo hubiera consentido para conformarse con las miradas simplemente humanas, no hubiera tardado en disminuirme a mi misma.
Comprendí que cuando un ser nos fuerza a dilatarnos, se trata sin duda de un Enviado del Divino.
Cuando estoy sola, a menudo rezo por cultivar el don de saber cómo hacer crecer el corazón del otro. ¿Es eso tal vez pretensión? Tal vez... pero me parece que no está prohibido ver también en ello un noble desafío. Esforzarse en ser una diferencia en el camino del otro... ¿No es eso lo que Jeshua nos enseña a cada instante a través de lo que ha dejado de Él en nosotros?”
- Hermana Myriam -le digo- tú que has vivido tan cerca de Él, ¿cómo puedes definir lo que ha dejado de Él en nosotros?
Cuando recorro los pueblos de los alrededores con Jacobea, me siento siempre poco hábil para transmitir lo que nos ha comunicado. Me dicen: “Cuéntanos otra vez una de sus historias... ¿Cómo era Él? ¿Qué es lo que os empujó a viajar tan lejos?”
Esas preguntas me desconciertan. Busco palabras para intentar traducir lo que he recibido pero me doy cuenta de que cuando creo haberlas encontrado, estas no son recibidas como las había pensado. De hecho, es el misterio del Maestro lo que no consigo expresar...”
- “Y sin duda no lo conseguirás nunca -me responde Myriam- porque las realidades más sagradas no están hechas para ser expresas. Solo podemos sembrarlas al viento, es decir, sugerirlas. Cada persona coge una semilla como puede, o no la coge, y la planta a su manera ahí donde hay sitio en él...
Así que nuestra tarea es primer lugar la de intentar hacer un poco de sitio en el corazón de todos los que encontramos. De manera humilde. Cuando un hombre descubre que hay mucho espacio en su pecho y detrás de su mirada, entonces todo se vuelve posible.
¿Qué hacía el Maestro? Precisamente intentaba tejer espacios libres en nosotros. Fue ante todo esta capacidad la que nos dejó de Él... La de llamar dentro de cada uno la revelación de un verdadero lugar para el Divino. Hacer sentir íntimamente al otro, que el Eterno no es exterior a él, sino que es una semilla en su corazón... Esta es nuestra misión, esta es la Certeza y la Fuerza que Jeshua nos dejó de Él en nosotros. ¿No es maravilloso?
Es la felicidad de poder decir: “¡No creáis esto... sedlo! Sentid la alegría de aprender a tocar la Presencia de la Luz en vosotros, dejadla subir, vividla...”
Yo también me he preguntado durante mucho tiempo y en numerosas ocasiones cómo comunicar el secreto de lo que hemos recibido. Nunca he encontrado respuesta a esta pregunta si es a través del arte de hacer nacer imágenes. La simple combinación de palabras es estéril. Así, hermanas mías, intentad que las palabras que os vienen a vosotras sean escultoras de imágenes: con ellas construid colores y perfumes, es decir, construir la Palabra. Vuestra verdad les dará vida... Lo que habéis comprendido del Maestro, cada una a vuestra manera, nunca es lo que actúa.
Qué esto no os sorprenda... pues seguramente ninguna de nosotras tres ha recibido ni percibido de Él lo mismo. Es lo que deseaba, pues no podemos aprisionar al Divino entre algunas definiciones. Le sentimos e intentamos hacer que los demás Le sientan.
El Maestro tenía tantos rostros como seres humanos ha habido, hay y habrá...
Por ello era y sigue siendo el Maestro”.


No hay comentarios:

Publicar un comentario