Permitidme contaros una sorprendente historia llena de
significado. Me ocurrió hace exactamente dos semanas.
Mi mujer y yo vivíamos las últimas horas de un viaje a
Egipto a lo largo del cual nos habíamos encargado de guiar espiritualmente a un
grupo de personas.
Esa tarde, remontábamos tranquilamente el curso del Nilo
en dirección a Luxor. La visita al templo de Denderah había sido uno de los
puntos principales del día. En aquel lugar, había hablado especialmente de la
diosa Hathor, una de las expresiones de Isis, la Iniciadora, la Madre divina de la antigua
tradición de los faraones. En efecto, Hathor estaba profusamente representada
bajo los rasgos de una mujer con las orejas de vaca. Para los egipcios,
expresaba entre otras cosas la belleza, el amor y la maternidad. A veces
incluso, se confundía con la bóveda celeste estrellada… Diosa de los
nacimientos, cuidaba de los partos, tanto físicos como espirituales.
Durante nuestra visita, había insistido mucho en este
hecho, así como en el lugar esencial que ocupaba la energía femenina en la
tradición iniciática del Egipto antiguo… y del mismo modo en la enseñanza
original del Cristo. El paralelismo era evidente, ponía en evidencia los mismos
arquetipos, la misma comprensión global del Divino.
¿No es siempre fascinante cuando nos damos cuenta de que
las mismas grandes Presencias esenciales unen todas las culturas y todas las
fes a través del Tiempo?
Todo lo que une hace crecer. Esto lleva nuestra atención
hacia la sutil trama de la
Revelación desarrollada por la Inteligencia divina
para desplegar la conciencia humana a través de la multitud de culturas.
En nuestro barco, al final de esa tarde, todavía estábamos
todos habitados por esos conceptos, por esas imágenes y la luz con la que
alimentan al alma. No hay duda de que muchos corazones se dilataban…
Y evidentemente, era también la hora de decir adiós.
Nuestro viaje tocaba a su fin; al día siguiente, ya de madrugada, estaríamos en
el aeropuerto y deberíamos separarnos y retomar el ritmo de nuestra vida.
Todo ocurrió entonces, en el momento de los abrazos,
justo antes de volver a los camarotes…
Acababa de empezar a subir una de esas grandes escaleras
de caracol que comunicaban las diferentes cubiertas de nuestro barco. Al cabo
de varios peldaños, me crucé con K, uno de los amigos que nos acompañaban en el
viaje. Era musulmán, de sensibilidad sufí, un auténtico místico que se guiaba
por la fuerza del amor. En varias ocasiones había tenido la oportunidad de
compartir con él algunos hermosos momentos de intercambio. Me había alegrado
especialmente de que él y uno de sus amigos se hubieran unido a nuestro grupo,
formado en su mayoría por cristianos. Atreverse a lanzar puentes entre las
Tradiciones y las culturas es siempre algo hermoso, noble y valiente.
Cuando nos encontramos cara a cara en la escalera, K y yo
sólo pudimos darnos un generoso y largo abrazo. Un fuerte sentimiento de
fraternidad circulaba entre nosotros.
En medio de ese abrazo, unas palabras espontáneas salieron
de mi boca: “Te doy las gracias por tu presencia aquí…”
En ese mismo instante, sentí que “alguien” pasaba por
detrás de mí. Por encima del hombro de mi amigo K distinguí, bajando por la
escalera en la que nos encontrábamos, la silueta de una mujer, alta, vestida
con un largo vestido blanco y con la cabeza cubierta por un velo también
blanco.
Transcurrió solo un instante… La mujer giró dulcemente su
rostro hacia a mí y me miró intensamente y, con un agradable tono de voz, me
dijo: “Yo también te doy las gracias por tu presencia aquí”.
Me quedé inmóvil, estupefacto, no porque tuviera el
rostro de una egipcia y me hubiera hablado en mi idioma sin el más mínimo
acento, sino porque por debajo de su velo salían… dos orejas de vaca. ¡Tenía el
rostro y la tierna serenidad de Hathor!
A continuación, la mujer se dio la vuelta y continuó bajando
las escaleras, sin duda hasta el puente inferior. No la volví a ver.
Solo puedo decir que un encuentro como ese, aunque fuera
breve, no puede dejar indiferente… Es uno de esos momentos que constituyen un
alimento para el alma. Hizo nacer en mí una emoción cuyos efectos todavía
siento al redactar estas líneas.
Si hoy quiero compartir con vosotros esta experiencia,
estad seguros de que no es por el mero hecho de contar una hermosa anécdota.
Además, ¿podemos llamar a eso una anécdota?
Si lo hago es por la belleza de lo que puede comprenderse
y deducirse de ella.
Manifestándose a mí de una manera tan flagrante, ¿qué
podría querer decirme la diosa Hathor? O más bien, ¿qué quería decirnos Isis, la Diosa madre, la gran
iniciadora? Más concretamente, ¿qué vino a decirnos
a todos la eterna Expresión femenina del Divino, La que vino igualmente
entre nosotros bajo los rasgos de la Virgen
María, la Gran Dama
de todos los pueblos?
Ya que, no nos engañemos, a través de los rostros tomados
por Isis, por María, pasando por una multitud de otros a través de los siglos,
siempre es la misma Presencia la que se dirige a nosotros.
Su mensaje me parece sencillo… sencillo de descifrar,
sencillo de comprender.
Hathor-Isis-Maria
viene a decirnos claramente que los años de transición en los que vivimos
actualmente son los suyos… Nos anuncia que su tiempo ha llegado a nuestros
corazones. Ha venido para dar testimonio de que la presencia del llamado Fuego
femenino sagrado, constituye la respuesta al gran desafío que nuestras
sociedades humanas deben aceptar.
En este movimiento que llama a la metamorfosis, nos
agradece que tomemos conciencia de la urgencia de pasar de un modo de
funcionamiento guerrero, primario y dualista, a un enfoque de la vida más
amoroso, más intuitivo, unitario, unificador.
Su presencia nos invita de este modo a tener la valentía
de alumbrar todo el amor que necesita nuestro mundo, y haciéndolo, abandonarnos
a la ternura que su emergencia vierte sobre nosotros.
Su energía no es en absoluto diferente de la que el
Cristo interior hacia el que llamo a todos desde hace mucho años… Ya que ese
Cristo, tras el rostro histórico del Maestro Jesús, así como tras otros rostros,
siempre habló de la energía femenina, la del perdón, de la acogida, de la
dulzura reconciliadora, de la compasión. No se opone a nuestro aspecto
racional, masculino y combativo, prolongando de ese modo los viejos reflejos de
la dualidad. Al contrario, nos abre a otra forma de razón, la de la coherencia,
la de la simplificación, la de la unión de los contrarios aparentes, la del
centrado y de la vuelta a Uno mismo.
Para mí, es un signo que se me haya dado la visión
increíblemente concreta y encarnada de la actual Emergencia del Fuego isiaco,
marial, y en suma, femenino. El signo de una invitación a ser más auténticos y
más llenos de amor que nunca. La verdadera Fuerza femenina está ahí, está en
marcha.
Los hábitos y las máscaras que toma la Luz son numerosos, y a veces
sorprendentes… pero aquello a lo que apuntan en nosotros converge hacia una
sola expresión de la Vida:
nuestra capacidad de recordar de dónde venimos… y por tanto, de Amar… estando
seguros de hacia dónde vamos.
Daniel Meurois
Mayo de 2012
Precioso ,que Amor desprende . Gracias
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